Agujetas en la piel

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Paul Heaton - Acid Country
(2011/Proper Records)

Cuando uno es un niño de diez años de edad, la vida, ese concepto tan controvertido, es un espacio de tiempo que comprende exactamente diez años. Es imposible pensar más allá o en cómo sería la existencia diez años después porque eso sería como poder remontarse al momento en el que uno apareció por entre las piernas de su madre lo cual, incluso a tan temprana edad, es ya un concepto que pertenece a la leyenda y que por supuesto no se recuerda. Un año cuando se tiene diez es la décima parte de toda una vida. Una barbaridad. En un año puede pasar de todo. Que tus conceptos se modifiquen, que tus sensaciones aumenten de forma significativa, que todo se ponga patas arriba. Que todo se aclare o que todo se marche a la mierda. En un año pasan las cosas suficiente como para que te conviertas en una persona diferente.

Esa sensación va perdiéndose de forma imperceptible hasta que sin reparar en ello un día piensas, “joder, ya ha pasado un año” y te queda la impresión de que en tu vida ya no ocurre nada. Que un año no es nada. Que eres la misma persona que hace 365 días. Y puede que tengas razón pero no por ello siguen pasando cosas. Puede que tú y tu personalidad sean ya una roca de duro pedernal con las aristas bien perfiladas pero incluso en esa estatus tan sumamente triste tus aristas van siendo erosionadas por el viento que no cesa. Lo mismo un día dejan de ser aristas.Tu humor se va esculpiendo hacia donde tu estado anímico decida que hay que ir y tu forma de enfrentarte con el mundo que te rodea se asienta de forma serena pero imparable. En eso estaba pensando yo, jugando con la idea de ser la misma persona que muchos años atrás, cuando sin querer apareció delante de mis ojos el nombre de Paul Heaton y se me revolvió ese estómago que llevo instalado en el cerebro.

El primer disco que un servidor se compró en su vida, y no me refiero al primero que escuché, al primero que me grabaron o al primero que me regalaron sino el primero que adquirí en una tienda por voluntad propia y con dinero ahorrado, fue un vinilo de portada verde y negra en el que salía un señor bailando. Aquel señor era PD Heaton. Había escuchado una canción en la radio, había anotado el nombre del grupo que la cantaba y me fui a la tienda de mi barrio a pedirlo. No estaba en la tienda, claro. Me dijeron que tenían que “pedirlo”, lo cual fue una frase que posteriormente me repetirían miles de veces y que entonces me resultó tan frustrante como inquietante. ¿Pedirlo a dónde? No lo sé, pero el caso es que una semana después estaba allí: London 0 – Hull 4 (The Housemartins).

Cuando hace unas semanas vi el nombre de Paul Heaton anunciado en un concierto de la sala Wurlitzer en Madrid me ocurrió eso que dicen en las películas que ocurre cuando estás a punto de morirte. Toda mi vida paso por delante de mí en un segundo. Me acordé de aquel primer disco y de los cientos de ellos que cronológicamente vinieron después. Me acordé de los tiempos en los que escuchaba The People Who Grinned Themselves to Death y esbocé una sonrisa acordándome de mi insultante optimismo de entonces. Pero también me acordé de las canciones de Welcome to the Beautiful South o de Choke o de 0898 y me di cuenta de que ya para entonces era otra persona distinta. Y sin querer recordé la cantidad de años que no supe nada de PD Heaton y en los que definitivamente me estaba convirtiendo en algo todavía más distinto. A veces por mi culpa y a veces a pesar de mí mismo. Intenté localizar el momento en que volví a recuperar a los Beautiful South con Painting it Red o Quench y también en el que poco después los volví a perder. Para entonces ya era una persona bastante distinta de todas las personas anteriores e incluso de esta que está escribiendo ahora mismo. ¿Es verdad? ¿He cambiado tanto? No lo sé, pero la verdad y la mentira son igualmente conceptos relativos.

Hacía muchos años que no sabía nada de PD Heaton pero de alguna forma siempre había estado ahí. Más allá del valor sentimental que para mí pueda tener la figura de este hombre lo que es incuestionable, al menos desde mi punto de vista, es que reúne bajo su firma un significativo puñado de canciones fabulosas, tremendamente británicas, siempre ancladas en ese Pop generoso con las influencias, cuidadoso con las letras y fiel a la melodía que destila clasicismo hasta la extenuación. Cálido y elegante. Inteligente y bonito. Cualquiera que conozca mínimamente las canciones que un servidor ha escrito (y escribo) comprobará fácilmente que este tipo de música supuso una inmensa influencia en mí.

Le debía al señor Heaton acudir al concierto y doy gracias a Dios por darme las fuerzas para acercarme por allí y aguantar hasta altas horas de la noche el comienzo (algo muy español que no sólo no entiendo sino que detesto con todas mis fuerzas). El concierto fue una epifanía mística de melodía, recuerdos y sensaciones al filo. Un local pequeño y no precisamente de buenas condiciones para la sonoridad se convirtió en una especie de catedral del Pop. La piel se me puso de gallina tantas veces que al día siguiente tenía agujetas. Tenía agujetas en la piel y tenía agujetas en el ánimo. Fue tan divertido y me lo pasé tan bien que cuando llegué a casa excitado con todo en silencio y sin poder hablar o llamar a nadie para contárselo me puse a llorar de emoción como un idiota.

Allí mismo, en el Wurlitzer, fue donde compre este Acid Country, el último trabajo de PD Heaton que resulta ser el tercero de su carrera en solitario. Un disco robusto, honesto y creíble. Sin extravagancias, sin alardes innovadores y agarrado a lo que siempre han sido las señas de identidad de su autor. Melodía y buen gusto. Letras precisas y preciosas (el reconocido fuerte del señor Heaton), multitud de influencias tamizadas por el generoso tamiz del pop y su buena dosis de compactante melodía. No tiene hits pero lo mismo es que a estas alturas ya no los necesita. Buenas canciones conformando un disco del que he disfrutado mucho. De él y de sus circunstancias.

The Old Radio (incluido en Acid Country)


Avestruz

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João Gilberto-João Gilberto
(Polydor/1973)

El avestruz puede que no sea una animal muy inteligente pero sin duda es un animal muy humano sin entendemos que el que está escribiendo esto puede ser incluido en la categoría de humano. Eso de esconder la cabeza dejando el resto al aire cuando uno se siente amenazado es una de mis prácticas habituales que sale a relucir en momentos como este en el que uno se siente ignorado, estafado, invisible, vestido de una pátina opaca de gris mediocridad y rodeado de esa soledad imperceptible y no deseada que duele tanto. En momentos así uno solía cerrarse entre cuatro paredes a transformar todos los fantasmas en acordes, sonidos y silencios o en anárquicas secuencias de frases que describían un mundo inexistente. Hoy es todo mucho más difícil y lo único viable es esconderse detrás de una sonrisa creíble, unos movimientos automatizados y la burbuja impermeable de proporciona los auriculares del ipod. Guardando la cabeza y dejando el resto al aire. En momentos así a uno le gustaría ser Joao Gliberto para aprovechar los pellizcos en el alma y transformarlos en evolución artística pero me temo que el resto de mortales no estamos destinados a ello y tenemos que conformarnos con escuchar su música.

El inventor de la Bossa nova (y al que me cuestione este punto prometo rebatírselo con argumentos hasta la extenuación) es un tipo extraño y complicado. Su leyenda está trazada sobre acusados procesos de soledad, una soledad que ha alimentado su legado artístico y musical. Cuando el bueno de Joao fue expulsado en 1950 del combo Garotos da Lua (por indisciplinado) iniciaba sin saberlo un periodo de 7 años de ostracismo en el que los humanos podían ver el cuerpo del artista tirado en alguna de las casas dónde lo dejaban vivir pero sólo Dios sabe dónde tenía escondida la cabeza. Por eso es difícil saber si fue en Sao Paulo (con su amigo Luis Tellez) o en Minas Gerais (en casa de su hermana) tocando día y noche su guitarra dónde el señor Gilberto encontró la clave para su gran legado: la Bossa Nova.

La Bossa nova para el mundo, como tantas otras cosas, nació cuando la descubrieron los americanos. Artistas como Stan Getz, Herbie Mann o Charlie Byrd, fascinados por los ritmos latinos y en concreto por esa nueva “batida” que venía de Brasil tratan de fusionar esas músicas con un estilo en continua evolución por aquel entonces como era el Jazz y de ese Cocktail surge en 1962 el mítico Getz/Gilberto que incluye la “Garota de Ipanema” cantada por Astrud Gilberto, esposa de Joao por aquel entonces y que ni era cantante profesional ni pensaba aparecer en el disco. Sin embargo la Bossa Nova había aparecido comercialmente mucho antes a finales de los 50 en la escondida Brasil de la mano del propio Joao en esa deliciosa grabación llamada “Chega de Saudade” (de la que ya hablé aquí hace tiempo).

Pero dando una vuelta de tuerca al asunto ni la fusión jazzística norteamericana ni el maravilloso y delicioso pulido del estilo que hizo (fundamentalmente) el genio de Tom Jobim en lo musical (perfilado líricamente por el poeta Vinicius de Morais) reflejaban lo que en palabras del propio Joao Gilberto fundamentaba la esencia de la Bossa Nova. Ello trajo el sentimiento de traición de Joao y muchos problemas en las relaciones personales durante las grabaciones lo que probablemente lastró la carrera del artista y sobre todo de un género que a pesar de su importancia e influencia en esencia fue efímero.

La Bossa Nova que inventó Joao Gilberto era un estilo musical basado en la Samba clásica que enriquece el aspecto melódico refinando las partes de percusión y rimo para trasladarlas a la guitarra. La forma de tocar la guitarra de Joao recogía a la vez los aspectos armónicos y rítmicos de las bandas de Samba por lo que en teoría no necesita acompañamiento. Desde el punto de vista vocal el nuevo estilo presentaba una inusual forma de cantar a un volumen extremadamente bajo (prácticamente susurrando), economizando recursos (en contra de las técnicas de crooner tan de moda antes y después entre los cantantes estrella), eliminando por completo el vibrato (algo insólito también entre los artistas rutilantes de la canción) y depurando la técnica hasta el punto de no escuchar la respiración del cantante. Sobre el ritmo sincopado de las notas de la guitarra la voz creaba una tensión genuina cantando ligeramente antes o después de lo que le correspondería según el tempo. Si uno escucha los primeros discos de Joao Gilberto (Chega de Saudade o O Amor, o sorriso e a Flor) podrá observar todo esto fácilmente pero escondido de alguna manera en ese precioso traje instrumental cuya autoría recae en el ilustrado Antonio Carlos Jobim. Joao Gilberto siempre se quejó con mayor o menor intensidad de la producción de los discos que según él disfrazaban la esencia de lo que quería hacer.

Por todo lo anterior se entenderá mejor por qué esta semana he pasado muchas horas escuchando “Joao Gilberto” el disco homónimo que el brasileño grabó varios años después de todo aquello en un intento de recuperar la esencia de su Bossa nova. La que él había inventado. Un disco nada sencillo, extraño y desconcertante pero fantástico desde mi punto de vista. Eliminando cualquier tipo de orquestación (está tocado exclusivamente con su guitarra y unos casi minimalistas y esporádicos arreglos de percusión), grabado a un volumen extremadamente bajo y cantado según la escuela de la economía de voz que pregonaba, ahí dentro se pueden encontrar canciones generalmente de larga duración (por encima de los 6 minutos en algunos casos), la fantástica y desconcertante revisión que hace Gilberto de esa obra maestra de Tom Jobim llamada Aguas do Março, canciones que repiten durante minutos sílabas o una única palabra (Undiú), instrumentales (Na Baixa do Zapateiro), delicias susurradas (Falsa Baiana) o el precioso dueto con Miúcha que se puede escuchar aquí abajo. Un disco complicado en su forzada sencillez, precioso y original. Ideal para mantener la cabeza dentro mientras enseñas las piernas.


Joao Gilberto (& Miúcha)Izaura
(Joao Gilberto/1973)


Submarine

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Alex TurnerSubmarine EP
(Domino/2011)

Hace muchos años me explicaron en una clase de filosofía que mientras los colores son capaces de mezclarse íntimamente hasta el punto de no distinguir uno del otro (y en realidad crear un color distinto de los anteriores) no ocurre lo mismo con los sonidos. En una orquesta, en una canción pop, podemos ser capaces de distinguir con el oído todos los sonidos que componen la obra. Es obvio, pero hasta entonces no había reparado en ello. Con el paso de los años me ha dado por pensar sin embargo (y esto si que no está contrastado por ningún experto en filosofía) que esa sopa mágica de sonidos sin mezclar que componen una canción admite en su corazón otras cosas que no son sólo sonidos. Eso explicaría mejor por ejemplo que una canción en la orilla del mar no suena igual que en el metro o que una canción que escuchas viendo el skyline de una gran ciudad a las cuatro de la mañana no suena igual que en la sala de espera de un dentista. El cine es un buen ejemplo de toda esta elucubración. Canciones que crecen o decrecen estando dentro o fuera de una película. Músicas que jamás te hubiesen llamado la atención de no ir acompañadas de una historia en forma de imágenes acaban perteneciendo a la banda sonora de tu vida. Me ha pasado infinidad de veces pero la última de ellas hace muy poco viendo esa extraña pero deliciosa película llamada Submarine.

Reconozco que no soy un gran admirador de los Artic Monkeys. Cuando aparecieron en escena mis prejuicios y mi pertinaz recelo ante las modas repentinas que vienen desde la pérfida Albión me hicieron ver al grupo con dudas y, seguramente de forma injusta, no les presté demasiada atención. Escuchaba y leía los parabienes que recibía el talento de la banda pero por alguna razón no me llamaba demasiado la atención. Por eso no sabía quién era Alex Turner cuando me senté a ver Submarine. Tampoco sabía demasiado de la película más allá de la recomendación encarecida de alguien con criterio así que tuve la suerte de toparme con ella en el estado ideal: algo que te gusta mucho pero que no lo sabes y que no te esperas. Según avanzaba esa agridulce y melancólica historia romántica de un extravagante adolescente galés las férreas defensas de mi espíritu crítico se desvanecían por completo. La película me caló hasta los huesos y con ella su música. ¿O fue al revés?

Una música que no estoy seguro que fuera de la pantalla hubiese provocado en mí el mismo efecto que dentro pero ya nunca lo sabré. Baladas tremendamente simples en instrumentación pero prácticamente perfectas en resultado. Vestidas de una naturalidad insultante aparecen sin embargo creíbles desde el principio hasta el final. Letras oníricas que sin destripar absolutamente nada se agarran con rigor marcial al metraje para el que fueron creadas. Todo muy tierno. Todo muy bonito. Canciones que navegan en ese punto difuso en el que la tristeza sonríe para transformarse en melancolía. Las canciones están firmadas por Alex Turner y Alex Turner es el líder de los Artic Monkeys. Jamás volveré a dudar de su talento.

Hidding Tonight