Keep on rockin'

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All days are Nights: Songs for Lulu” es el nuevo disco de Rufus Wainwright, artista medio canadiense medio neoyorquino, hijo de cantantes, icono de la comunidad gay, barroco, amante de la opera y autor de cinco discos previos que a mí particularmente me encantan. Si alguien no lo conoce y pretende iniciarse en el fascinante y controvertido mundo del artista no le recomiendo sin embargo que pretenda hacerlo con este álbum porque sin duda es el más difícil de todos. ¿Es malo? Yo no he dicho eso. He dicho que es difícil. Oscuro, denso y difícil. Doce cortes de melodías no lineales y extrañas interpretadas exclusivamente con piano y voz. Aunque las letras son tan oscuras y difíciles de entrever como la propia portada y o el libreto interior parece obvio pensar que el concepto está relacionado con el fallecimiento de la madre de Rufus Wainwright y de la misma forma es sencillo hacerse una idea sin escucharlo de cual es el tono de todo el disco.

Hace unos meses el genuino cantautor informó a todo el que quisiera escuchar sobre su aparente aburrimiento respecto al mundo de la música pop y al mismo tiempo que anunciaba la intención de abandonar definitivamente la producción de álbumes construidos sobre la base de ese estilo musical “menor” para centrarse en su verdadera pasión: la opera. Con una alta dosis de dignidad y honestidad y huyendo de la tradicional demagogia el artista anunció hace también unos meses que se embarcaría en una gira mundial acompañado exclusivamente de su piano con la intención exclusiva de recaudar dinero para su proyecto musical.

Esa gira pasaba hace 15 por el Circo Price madrileño pero yo entonces no sabía nada de todo esto. Ni siquiera sabía que el bueno de Rufus tenía un nuevo disco en el mercado. Así estamos. Una de las personas que más quiero en esta vida (y que más me quiere) conoce de mis debilidades musicales y de forma sorprendente y sorpresiva me condecoró con una entrada para el evento que yo no esperaba. Por circunstancias de la vida es cierto que he reducido drásticamente mis salidas nocturnas para asistir a conciertos y aunque algunas veces se trata de causas de fuerza mayor la mayoría de las veces la única causa es fundamentalmente la pereza y la falta de ganas, una dañina enfermedad que como la nada en el país de la fantasía se apodera peligrosamente de mis entrañas últimamente. Esa enfermedad es probablemente la única razón de que no hubiese comprado la entrada por mi mismo en el momento en el que supe del concierto pero así fueron los acontecimientos.

Fui sólo al concierto. Había sido un día de mierda aunque en esas semanas todos los días eran de mierda. El Circo Price no está muy lejos de mi casa así que decidí ir dando un paseo para oxigenarme y hacer tiempo mientras en mis oídos retumbaba el “Acid” de Ray Barretto que fue lo más animado que encontré en mi ipod y porque no quería ponerme a pensar en nada. Había quedado con un amigo que por la mañana me había dicho que acudiría pero en la misma puerta me encontré con la mitad de los happy losers que no sabía que estarían allí. En cualquier caso, salvadas las cervezas preparatorias, todos teníamos entradas separadas y lógicamente yo estaría sólo en la grada.

El concierto de Rufus constaba de dos partes pero sólo la segunda de ellas fue lo que realmente puede considerarse un concierto normal de Rufus Wainwright, entendiendo como normal que en el escenario apareciese solamente con su piano. En ella vimos al Rufus simpático, agradable y dicharachero que desgranaba éxitos y guiños a sus fans más acérrimos con talento y naturalidad. Casi todas las críticas que he leído del concierto coinciden en que esta fue la parte más divertida y probablemente tengan razón aunque no es la parte que yo recordaré. En la primera parte del concierto un maquillado Rufus interpretaba sin aplausos, vestido con traje de cola infinita y hombreras histriónicas, con una puesta en escena macabra, tenue y apesadumbrada, todas y cada una de las canciones de su “All days are Nights: Songs for Lulu”. Doce canciones tristes, melancólicas y sentidas tocadas sobre una penumbra de espesa luz mortecina con un teatro absolutamente lleno que tenía prohibido aplaudir y que apenas respiraba. Conozco gente a la que la performance le pareció un pesado tostón y están en su derecho de pensarlo. Probablemente yo pensaría lo mismo en otras circunstancias pero aquella noche tenía los sentidos en un estado muy próximo a lo que llamamos a flor de piel y no pude preocuparme de diseccionar la interpretación como si fuese un simple espectador. A la tercera canción, arropado por el anonimato de la grada y acunado por el cálido ambiente estaba llorando a moco tendido de forma inconsolable. No sé lo que estaba diciendo el joven Rufus ni si realmente una persona que se siente privilegiada como yo tenía o tiene motivos para ponerse a llorar como un gilipollas incomprendido pero aquella noche, durante la hora que duró aquello, se me pasaron un montón de cosas por la cabeza que me hicieron llegar a ese estado y me sentí una mierda.

Desde entonces hasta hoy he seguido viviendo una montaña rusa de emociones que van desde salta eufórico en la noche de Hamburgo porque un señor rubio metía un balón dentro de una red a tener que contener las lágrimas para parecer fuerte en el crematorio de una persona con la que hace cuatro semanas estaba cenando. Todo ello pavimentado con ladrillos de tamaño infinitesimal que me llevaban del abismo al cielo en apenas unos segundos. No es sano un recorrido así. He pasado por discutir a través de internet, discutir a través del teléfono y discutir de viva voz. Me he levantado con la sensación de querer acostarme y me he acostado con la sensación de no querer dormir. He tenido pesadillas en las que me pegaban al subir al autobús del colegio treinta años después de que aquello ocurriera. He perdido las ganas de coger la guitarra lo que unido al tiempo menguante que me queda para ello ha hecho que efectivamente no he vuelto a tocar una nota desde el concierto de Rufus. He pensado y he dejado de pensar. He llorado y he dejado de llorar. He llamado a gente que no me ha contestado la llamada y no he contestado la llamada a gente que me ha querido llamar. El mundo a veces es así de complicado.

El primer y único disco de Lukah Boo está terminado y masterizado pero a nadie parece importarle demasiado. Ni siquiera a mí mismo. Sé que podría ser injusto decir algo así pero por eso pongo el adjetivo demasiado. Demasiado es un concepto relativo que siempre puede ser más o menos a gusto del consumidor. El disco está terminado pero ninguno de los dos principales valedores del mismo están contentos con el resultado. Yo tampoco lo tengo muy claro aunque el tiempo me dará mejor perspectiva. La culpa evidentemente, para bien o para mal, la he tenido yo por no saber hacer las cosas pero como tantas otras en mi vida nadie me ha enseñado a hacerlas y a veces tengo que cometer errores que no me dejan subsanar. Puede que este sea el caso. Es así y así tiene que ser. Tampoco sé cuando saldrá a la luz, si sale, porque todo apunta a que nunca es un buen momento. No obstante saldrá, seguro que saldrá. No sé cuando o como pero tendrá que salir porque me encargaré personalmente de que así sea.

Hace tiempo que noto una pereza creciente a la hora de escribir este blog y puesto que nació con la vocación de ser una pura diversión que está resultando dejar de serlo he decidido dejarlo. Al menos de momento. Lo tenía decidido desde hace tiempo pero me debía una explicación que ahora escribo. Lo bueno de ser discreto al aparecer es que puedes ser igual que discreto al desaparecer sin causar verdadero trastorno.

Muchas gracias a todos los que alguna vez me habéis leído y especialmente a todos los que alguna vez os habéis atrevido a comentar algo. Para mi fue muy importante.

Keep on rockin’ on the free world.

Rock progresista

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Hace ya un tiempo que escribí una especie de artículo en Popmadrid (aquí) comentando la rabiosa actualidad en lo que respecta a las tendencias en el mundo de la música y en como a veces las historias se repiten. Entonces, abrumado como estaba por esa tendencia a encontrar en las tiendas cada vez más discos de grupos ultra-sofisticados y complejos, muy próximos a los parámetros que hace décadas habían sustentado los cimientos del rock sinfónico, con grandes dosis de intelectualidad y músicos virtuosos que hacían de esto de la música algo inabordable para un chicho de barrio como yo. Soñaba ingenuamente así con una especie de punk (no el estilo musical sino el espíritu) que lo mandase todo a la mierda y volviese a acercarse a esto de la música desde las premisas del talento bruto y la frescura olvidándose de la complejidad artificial. Pasados un par de años el panorama no es muy diferente yo creo que congelado por el efecto piratería, la muerte de la música pop como arte y el lamentable alejamiento que el pueblo llano práctica respecto de la creación musical. No hablo de interpretación en un macroescenario estival. Hablo de creación musical.

Aquello de los grupos de tendencia medio folk, con miles de instrumentos sonando, narrando letras retorcidas y oscuras que podrían pasar por poesía de vanguardia o los pequeños genios de virtuosismo instrumental en torno a los cuales se generaban etiquetas musicales de complejidad sonora no han pasado de moda sino que se han asentado. También han aparecido en escena un buen puñado de grupos que lideran las listas de tendencias que basan su razón de ser en el collage sonoro y la libertad de reglas, como una especie de Bebop en tiempos de la electrónica. Curioso. Estas semanas de ausencia he estado deambulando por entre estas propuestas con suerte dispar.

Una de las pocas cosas que me gustan de los macrofestivales es tener la oportunidad de ver un montón de grupos desconocidos que de otra forma hubiese sido muy complicado escuchar. Eso fue lo que me ocurrió hace años en el extinto Summercase de Madrid cuando entre concierto y concierto de entre los que tenía marcados en mi agenda me metí en uno de los escenarios pequeños para ver lo se estaba cociendo y me encontré un banda extraña con cinco personas al cargo de los instrumentos típicos pero que además cada uno de ellos llevaba uno o varios teclados. La música que sonaba era una especie de Americana unas veces, Indie-Pop (de claros tintes americanos también) otras que sin resultar especialmente novedosa tenía mucho encanto. Bonitas melodías, arreglos ingeniosos, letras misteriosas y un conjunto musical bastante melódico y cuidado. Me gustó mucho aquel concierto. La banda se llamaba Midlake y días después tenía sus dos discos editados hasta la fecha. Hace unas semanas salió publicado su tercer álbum titulado “The courage of Others” que ha sido una de las mayores decepciones que me he llevado en los últimos años. Lo he escuchado mil veces a estas alturas tratando de encontrar la gracia que debe tener pero que nunca encuentro ya que cada vez que lo hago me aburre más. Anclados en una especie de Folk pastoral pesado y setentero se suceden canciones perfectamente construidas y ejecutadas a las que no le encuentro ninguna gracia. denso, espeso, sinfónico,… No sé donde he leído que es uno de los mejores discos de lo que va de año. Esa no es desde luego mi opinión.

Afortunadamente ni puedo ni quiero decir lo mismo de la nueva entrega de The Morning Benders, “Big Echo”, un disco al que le hinqué el diente un poco a regañadientes (su anterior trabajo tampoco es que me hubiese matado) pero que me enganchó en cuanto escuche la canción con que se abre, esa especie de retro-avant-garde titulada “Excuses”. Los californianos vuelven con las mismas características que ya se veían en su álbum de debut y que básicamente navegan por las modernas técnicas de composición en base a gadgets electrónicos y las posibilidades de la edición digital mezcladas con melodías eminentemente sixties y particularmente de la costa oeste californiana. La cacareada influencia de Brian Wilson, sin ser realmente patente, si que parece entreverse entre loops y efectos sonoros. En esta nueva entrega sin embargo me parece que las canciones son más sólidas y más canciones. En muchas ocasiones dan ganas de tararear la melodía antes que fijarse en ritmo tan chulo que han conseguido o el sonido tan cool de la guitarra eléctrica lo cual es muy de agradecer para tipos como yo. Desgraciadamente la emoción inicial se va disipando poco a poco mientras se suceden los cortes pero el regusto que me queda al final es lo suficientemente bueno como para que me den ganas de volverlo a escuchar.

Y acabo con una de los discos a los que la crítica de vanguardia parece tenerle puesto el ojo últimamente. El debut de Fang Island, un grupo nuevo en las tiendas formado en las recónditas tierras de Provicence en Rhode Island (¡igual que Velvet Crush!) y que practican una mezcla musical inquietante y curiosa que incluye elementos del hard rock o los desarrollos más heavies del pop (a veces a mi me parece incluso rock progresivo) mezclado con pasajes y conceptos de melodía tan impropios de los estilos anteriores y todo ello rebozado con el generoso paraguas del indie-rock americano que todo lo abriga y todo lo quiere. El disco tiene buenos momentos, es original en muchos aspectos y lo curioso de la propuesta se mantiene en todos los cortes. Aunque a mí personalmente no me termina de matar, no creo que sea un disco que escuche muchas más veces, y que se me escapa más allá del efecto curiosidad entiendo perfectamente que sea objeto de deseo por parte de la prensa especializada.

Solitaire

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Recuerdo que una vez estaba sentando en el Vicente Calderón (suelo ir todos los domingos) y el estadio estaba completamente lleno. Hacía un día de perros, el partido era pésimo (una constante desde que la saga Gil tiene secuestrado el escudo) y ninguno de mis acompañantes habituales estaba aquel día conmigo. Recuerdo también que por aquel entonces no estaba pasando una de mis mejores épocas y dado el fascinante espectáculo que desde el césped se me brindaba me puse a pensar sobre lo divino y lo humano y eso me llevó a un estado de melancolía extremo que colocó en carne viva los poros que regulan mis sentimientos. Con cientos de periodistas, docenas de fotógrafos, policías, jugadores y sobre todo 50.000 personas alrededor… me sentí sólo. Curioso. Desde entonces me dio por pensar que tener amigos no era estar rodeado de gente con la que te ríes sino otra cosa bastante más complicada. Me di cuenta que salir a tomar copas un sábado por la noche con un montón de gente para reírte y no tener que hablar de cosas complicadas es tremendamente fácil de conseguir, lo difícil es encontrar gente que te aguante cuando estás gruñón y que entienda que te sientes sólo rodeado de 50.000 personas. Esta semana he tenido una sensación parecida de soledad. Por razones totalmente aleatorias he pasado mucho más tiempo en silencio que hablando o en mitad de una conversación y por las mismas razones (o no) he sido espectador anónimo de todo lo que me rodeaba sin que tuviese la sensación de que se me estuviese echando mucha gente de menos. Curioso. Entre medias he tenido que decidir si una prueba de masterización está bien hecha o no y la verdad es que lo único que tengo claro es que no tengo la capacidad para decidirlo pero a todo el que se lo decía me contestaba dicendo que estaba equivocado. Curioso también. Y más curioso todavía es que los discos que he estado escuchando para ilustrar y dar color a todo lo anterior han resultado ser de artistas en solitario.

Como por ejemplo Josh Rouse, uno de mis artistas favoritos desde que lo descubrí hace muchos años con su primer disco y al qué por alguna razón había empezado a coger manía últimamente. No sé si por sus erráticos últimos discos (aunque no creo que sea por eso porque yo los tengo en bastante mejor estima que la crítica “especializada”) o más bien por la sensación tan rara que me transmitió la última vez que lo vi en directo (hace un par de años en La Joy Eslava). Aquel día salí del concierto con la sensación de que las ganas que tenía el señor Rouse de estar sobre el escenario eran las mismas que tenía yo de levantarme a las seis de la mañana al día siguiente y creo que esa es la peor sensación que puede transmitir un artista. Sobre todo porque es fácilmente confundible con falta de respeto hacia el público que es algo que nunca he tolerado en la gente que me gusta. Estoy convencido de que no es más que una sensación mía y que no es así pero lo cierto es que me quedó el resquemor y no he vuelto a verlo en directo. Yo, que había sido uno de los últimos defensores a ultranza de sus discos (y no me refiero a sus obras maestras “1972” y “Nashville” que se defienden solas sino a lo que ha venido después) me quedé con esa rara sensación de no saber si estás equivocado. Por eso cuando me compré este “El Turista” y vi los títulos en castellano, pero sobre todo cuando leí las letras sin escuchar el disco (“y ella le trae regalitos”, “ciudad de valencia donde viven falleras como eres tú”, “camarero ponme un kas”,…) en fin, me asusté bastante. Pero no tenía razón. El disco es original (y para nada frívolo), me gusta mucho y casi me gustan más las canciones en ese macarrónico castellano tan particular (en especial esa bossanova llamada “Mesie Julian” que no puedo parar de escuchar). El disco es una nueva entrega del talento de Josh Rouse con la misma clase y buen gusto de siempre pero salpicado esta vez (más que nunca) con sonidos del folclore brasileño y sus países limítrofes que para nada disimulan ni distraen ese inmenso talento del americano para componer preciosas canciones Pop. Supongo que el disco amplificará el debate de si los últimos discos del artista están a la altura de los anteriores pero es un debate que no me interesa. A mí es un disco que me encanta.

También me gusta mucho el último disco de Eels, mi descubrimiento del año. La última entrega del controvertido de Mark Everett, conocido como E. en los círculos musicales, es otra gran demostración de cómo estrujar el corazón sin artificios y seguir sacando valioso jugo. Tras haberme pasado por su biografía y sus primeros trabajos (magníficos todos ellos) me daba un poco de vértigo aventurarme con el último capítulo de una saga que me apetece degustar a base de pequeños sorbos pero lo cierto es que no ha resultado nada decepcionante. Más al filo del Low-Fi de lo que incluso es habitual en la música de Eels, en este “End Times” poco a poco se van desgranando pequeñas historias cargadas de lirismo y realidad que terminan convenciendo. Mejor en las baladas minimalistas que en los blues electrónicos (es mi modesta y sincera opinión) el disco deja el irónico gusto amargo de entender que has estado disfrutando paseándote por el lado más triste y melancólico de los sentimientos. Un camino que el bueno de E. parece dominar a la perfección. Otro disco perfecto para esta peculiar semana.

Hace poco hablaba de Spearmint reflexionando sobre todos esos grupos que merecen la pena y que viven en los intersticios menos gratificantes de la industria musical (sé de lo que hablo) y entonces ya dejé claro mi afición a esta etiqueta. Shirley Lee es el líder carismático de la banda londinense y recientemente ha publicado su primer disco en solitario que no tiene aparentemente título con lo que entenderé que es homónimo. El disco lógicamente sigue todos los parámetros de Spearmint y sus canciones individualmente podrían haber aparecido en cualquier disco de la banda pero sin embargo el conjunto da una sensación diferente. Está bien, es muy digno y me gusta pero me deja un poco frío. Creo que en el fondo le faltan canciones verdaderamente importantes que hagan justicia a una sencilla pero curiosa producción y las personales letras de siempre. No sé si la aventura de Shirley Lee tendrá continuidad o no en este formato pero si ocurre así me encantaría que siguiese la línea marcada en “London Ghost Stories” (¡fantástico instrumental!) o sobre todo “The first time you saw snow” en lugar de otras opciones que también se apuntan.

Paréntesis

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Cuando hace unas semanas me fui a disfrutar de las veleidades laicistas de la semana santa (lo siento por le nuncio y la curia romana pero para mí semana santa siempre ha sido sinónimo de vacaciones con todo lo que ello implica y poco más) llevaba en mi zurrón una gran remesa de discos a los que hincar el diente con potenciales horas y horas de reflexión por delante. Por alguna razón que tendrá que ver con la teoría de los ciclos, el misterio de los biorritmos o el escurridizo bosón de Higgs lo cierto es que cuando volvía de vuelta a Madrid días después aquel buen puñado de CDs impolutos y con olor a nuevo seguían sin perder su absurda virginidad. La razón no hay que buscarla en que servidor pasase sus días de asueto contreñido por el efecto purgante de las saetas de dudoso gusto que con voz quejosa se cantaban con más pena que gracia en el bonito pueblo de la sierra abulense en el que reposaba mis huesos. Tampoco es que tuviera a bien pasar los días recreándome en el purificador silencio de la reflexión santa sin nada que lo rompiese. Nada más lejos de la realidad. Desde que mis ojos dejaban entrar los rayos de sol bien de mañana la música pop (en el amplio sentido de la palabra) frotaba todos mis poros hasta que el día declinaba de forma natural. La única y sencilla explicación para tal efecto hay que buscarla en mi preocupante estado de paréntesis, ese estado raro y confuso que me hace tener la sensación de que las cosas pasan a mí alrededor sin que me toquen, como si estuviese viviendo en una burbuja tapizada con paréntesis. Unos paréntesis que se abrieron en algún momento hace algunas semanas pero que siguen sin cerrarse y mientras el mundo va desgranando sus días y semanas como pétalos de una margarita cuasi infinita aquí el que suscribe está sentado en su cálido porche de madera bebiendo limonada y esperando al cartero sin darse cuenta primero de que el sol sigue saliendo todas las mañanas y después de que el cartero sin no ha venido todavía a estas alturas probablemente ya no vendrá.

Y nos es que no escuchase discos actuales, editados recientemente, sino que los que escuchaba eran fundamentalmente de artistas que ya conocía y que me gustaban con lo que la capacidad de sorpresa se diluía entre las siete notas musicales y mi archivo documental. En ese caso se enmarca, sin duda alguna, el último disco de Clem Snide, uno de mis grupos favoritos consolidado en esa posición a lo largo de años y años de escuchar sus discos pero que independientemente de favoritismos, sentencias preconcebidas y amor por el talento de Eef Barzelay y Pete Fitzpatrick han conseguido volver a deslumbrarme con su recién estrenado “The Meat of Life”, un disco que a día de hoy no puedo dejar de escuchar. Superada la transición de su disco anterior, el nada desdeñable pero ligeramente extraño y falto de contexto “Hungry Bird”, los americanos vuelven a la cima del particular mundo de Clem Snide. Probablemente no sea su mejor disco (para mi “Soft Spot”) pero es sin duda un gran disco. Construido con elementos básicos (en cuanto a instrumentación y producción) pero muy bien ejecutados y mezclando nostalgia, tristeza, ironía y rabia con esa particular destreza que nadie ha conseguido imitar, la banda consigue facturar un disco tremendamente compacto, creíble, reconocible, plagado de grandes momentos y lleno de buenas canciones. Reproduciendo fielmente ese sonido característico y atemporal de sus discos anteriores (personalmente encuentro homenajes a cada uno de ellos según avanzan las canciones) el resultado resulta ser “otro disco de Clem Snide” con toda la carga buena (más que mala) que ello tiene. Una gran noticia esto de descubrir que aquella banda que una vez se gestó en el corazón intelectual de Boston sigue dando coletazos con el mismo vigor que siempre (que es decir bastante).

Otra agradable no-sorpresa que ha venido a ocupar mi espacio de escucha musical durante los últimos días es el último intento del canadiense Jason Collet por encontrar la canción perfecta. El de Toronto, que antes de iniciar su carrera en solitario ya llevaba una sólida carrera como músico detrás (Broken Social Scene), lleva ya unos cuantos años dejando muestras de su buen hacer en esto de escribir e interpretar discos construidos de bonitas canciones. Personalmente lo descubrí con aquel bonito “Idols of Exile” (que para mi sigue siendo su mejor disco) y desde ahí he llegado a este “Rat a tat tat”, un disco que cimentado en el clasicismo del sonido que practica el señor Collet (americana, pop setentero,…) intenta explorar mínimamente otros escenarios que conviven en la frontera. Más acertado, para mi gusto, en su vertiente pop (la de la harrisonesca “Cold Blue Halo” por ejemplo) que en la roquera, el disco no termina de deslumbrarme ni parecerme especialmente brutal pero sí que es lo suficientemente bueno y honesto como para ser escuchado varias veces con atención buscando su momento.

Y para terminar otra de esos espacios comunes conocidos que me han servido como refugio dentro del paréntesis aunque en este caso se tratase de una de esas referencias (me pasa a veces) que por más que intento entenderlas para ponerme a la altura de esa masa importante de gente que la considera especialmente digno de mención… no termino de entender. Me estoy refiriendo a The Magnetic Fields, uno de esos grupos que levanta pasiones entre amigos y conocidos de excelente gusto y genuino criterio pero que a mí no me termina de llegar. No es que no me guste (hay discos y discos no obstante) es simplemente que no encuentro lo que les hace especiales. No obstante esta vuelta de tuerca distinta a su sonido tradicional que practican en su nueva entrega, “Realism”, me ha gustado más que su anterior experimento, el aclamado por la crítica “Distorsion”. Esta revisión en clave de Folk naive y eminentemente indie de su particular concepción del pop tiene muchos momentos cálidos. Aunque se me hace difícil cimentar mi atención en nada en concreto y siendo el regusto que me queda al final como de no saber exactamente que se me ha quedado de todo lo que he estado escuchando, lo cierto es que el disco es muy bonito y resiste perfectamente todas las vueltas que servidor le ha dado. Creo que es uno de los que más me gustan del grupo.

Cigarrillos que se queman

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Cuando era pequeño (más pequeño) recuerdo que escuchaba constantemente a los señores mayores decir eso de “¡ya se ha pasado otro año!” como si los días, los meses y los años que vivían fuesen pipas que se comen sin sentir en un campo de fútbol o cigarrillos que se queman sin más pretensión que quemarlos. Soportado en esa insultante juventud en la que un año era un periodo equivalente a prácticamente toda una vida, aquello me pareció siempre una especie de brindis al sol que no se creían ni ellos pero sobre todo una estúpida forma de dilapidar la bendición del tiempo para hacer cosas. Hoy en día, muchos años después, tengo una perspectiva peligrosamente diferente hasta el punto de que más de una vez he estado tentado de repetir la susodicha frase. La realidad es que tengo que reconocer que ahora un año (o un mes, o un día) no representa lo mismo que antes y que el implacable efecto de la perspectiva hace que efectivamente tenga la sensación de que todo va demasiado rápido. Me parece que hace un par de semanas desde que empezó el año cargado de sueños y propósitos y resulta que estamos en Semana Santa y todavía estoy como estaba. Eso sí, en lo otro, lo de dilapidar el tiempo, sigo siendo implacable y paso de desperdiciar mi dosis en estupideces que tienen el mismo efecto que ver quemarse un cigarro. Es algo que tengo muy claro pero lo malo es que muchas veces las férreas circunstancias te obligan a comerte tus teorías (por mucho que algún chulito diga que no es así resulta que es así) y ese sí que es un tema que me tiene jodido.

Así que entre medias de estas ideas peregrinas, conceptos vacuos, cigarrillos que se queman y días que se caen se me cuelan también un montón de discos que por la misma razón que soporta todo lo anterior parecen estar allí desde ayer cuando en realidad llevan semanas en la “Lista de Reprodución” especial en la que instalo los discos que me he propuesto escuchar de forma inmediata. Hoy he decidido acordarme de ellos.

Durante mi sabroso viaje por tierras del medio oeste del pasado verano recalé en Wisconsin y tuve tiempo de pasarme por la ciudad de Madison “famosa” por tener el capitolio más grande después del que existe en Washington y por su prestigiosa universidad que prácticamente inunda y da color a toda la ciudad. En una de sus interesantes tiendas de discos de cuyo nombre no creo acordarme tenían sonando un disco que no conocía y que me gustó así que pregunte al encargado por su autor. “Es el último disco de Locksey un grupo de aquí” me dijo el compañero. Lo que sonaba era una especie de power-pop típicamente americano de melodías catchy con bastante gracia y muy bien hecho, de ese tipo de grupos de los que hay tantos repartidos por la inmensa pradera americana, y que muy poca gente conoce, que pueden no emocionarte o llevarte al siguiente nivel pero de los que es imposible decir que son malos o que no te gustan. No había escuchado nunca hablar de ellos (aunque al parecer eran más conocidos de lo que yo pensaba) así que pedí aquel disco en la tienda. “Be in Love, se llama pero no está publicado todavía” fue la enigmática respuesta del dependiente que después me aclaró que estábamos escuchando una copia que había conseguido del propio grupo. Así que me fui de allí sin disco (tenían otros de la banda pero preferí no tentar a la suerte) pero con el nombre pegado en mi cabeza para cuando llegase la ocasión, ocasión que llegó hace unas semanas. El disco es aquello que escuché y no me ha defraudado en absoluto. Ese tipo de pop de guitarras que viene de los terrenos de la credibilidad y el buen hacer pero que para muchos (no es mi caso) se acerca a lo “vergonzosamente” comercial y que por tanto podría disfrutar casi cualquiera con todo lo “malo” que eso supone. Desde luego en el caso de un cualquiera como yo no tiene ningún problema en hacerlo y disfruto cada vez que puedo de ello.

Igual que disfruto cada vez que puedo a una de esos grandes nombres que engrandecen la historia del Rock & Roll y que colecciona elogios y discos propios en cantidades industriales como es el canadiense Neil Young, artista al que reconozco que llegué muy tarde y al que sigo sin hacer justicia por el número de discos suyos que poseo y por el tiempo que he dedicado a escuchar su música. Por eso hace unas semanas decidí deglutir como Dios manda una de sus grandes obras, el archiconocido y ultra elogiado “After de Gold Rush” que a tantos artistas ha influido y que tantos prejuicios ha derribado respecto a la música de raíces americanas. A estas alturas poco puede decir servidor de un disco como este y menos todavía de su autor más allá de la inmensa calidad que alberga y la cantidad de talento que resume. Por si a alguien le sirve de algo decir que la imagen que yo tenía del señor Young (música del pasado, cercana al country, pesado, denso, roquero de ruido y pocas nueces,…) se fue por el retrete el día que una noche, en una acampada silvestre cerca de Peguerinos y alrededor de una hoguera con varios amigos, alguien decidió poner en un reproductor de música precisamente la canción que da título a este disco. Desde aquel preciso momento el autor de la misma pasó la línea de las cosas interesantes y sirvió de pistoletazo de salida para la lenta pero constante búsqueda del talento del escurridizo Neil Young que tantas cosas tiene para ofrecer. Una maravilla de disco recomendable para todo aquel que tenga el mayor de los respetos por la música.

Y para terminar un bonito disco que me pasaron hace un tiempo de unos franceses llamados Cocoon y que practican una variante de ese folk de raíz independiente que tan de moda se ha puesto desde hace un par de años que practican con talento y con gusto. Canciones minimalistas con arreglos de cuerda e instrumentos acústicos, cantados a dos voces y construidas sobre melodías más deudoras del pop clásico que de los clásicos del Folk. No tengo ni idea de si es un disco reciente o ha sido publicado hace veinte años pero suena moderno dentro de su clasicismo y sobre todo creíble. El título del álbum, “My friends all Died in a Plane Crush” fue precisamente una de las cosas que más me llamaron la atención para escucharlo.

Será la fiebre

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Extraños estos días pasados en los que he pasado por un montón de situaciones, olores, sensaciones y estados de ánimo diferentes. Extraños y raros en todo el amplio espectro del concepto. Empecé sumido sin querer, pero con fuerza para aguantar, en una densa y rocosa cueva virtual que me impedía ver el mundo más allá de las cuatro paredes de mi casa. Pasé después por la refrescante sensación de formar parte del Entourage de Javier de Torres (soberbio concierto el de mi estimado amigo el pasado martes 16 en la sala Galileo) en ese bendito reducto de librepensadores que suponen los locales de ensayo. Decidí definitivamente las 12 versiones de las 12 canciones que irán en el siempre mencionado y jamás visto disco de debut de lukah boo con la sensación de que me estaba dejando algo (¡ay como duele esa maldita sensación!). Me sumí sin comerlo ni beberlo (según los médicos) en un profundo estado febril que me impidió venir a mi cita conmigo mismo que supone está bitácora y que además mantuvo mi cerebro cociéndose a una temperatura cercana a los 40ºC lo que supuso una fuente inagotable de pesadillas, ideas peregrinas, miedos infantiles y sudor. En ese estado oxímoron de sentir un gélido frío mientras tu cuerpo derrocha calorías por todos los poros me subí además al imaginario estrado que ofrece esa genial ideal del Live in the Living para dar un emotivo concierto sin amplificar en algún lugar de la calle Valverde de la República de Malasaña pocos minutos antes de volver al abismo de una cama empapada en sudor y unas pocas horas antes de degustar un par de rebanadas de rutina. Unas cuantas horas después tuve la oportunidad de volverme a subir como atractiva corista en la referenciada sala galileo y por las razones ya descritas pero resulta que ahora me entero de que por alguna razón hijaputa ha fallecido mi admirado Alex Chilton con lo que me ha dado un nuevo vuelco el corazón. Demasiados alfileres como para concentrarme en el daño que pudiera infligir cada uno de ellos y demasiados alfileres como para cocinar un cocktail homogéneo que pudiera o pudiese tener un único sabor asimilable por los sentidos. Por eso cuando me pongo ahora a intentar hacer balance musical de lo que ha pasado por mis orejas durante todos estos días extraños días sólo me vienen sonidos cuasi industriales, electrónicos, hipnóticos, difíciles, modernos,… que es lo que por alguna razón he estado escuchando en las aristas de todas esas pequeñas islas de conocimiento por las que me ha tocado viajar. Y es raro porque suele ser unas islas por las que uno rara vez transita. Será la fiebre.

Por ejemplo no suelo escuchar discos como el homónimo álbum de debut de Broken Bells pero lo he estado haciendo y con cierta periodicidad cíclica. Tan cíclica y periódica como los sonidos y estructuras que esconde el propio disco. Tanto es así que ahora cuando escucho “The high Road”, la canción que abre el álbum me parece que es una canción que escuché por primera vez hace muchos años. El caso es que ni siquiera es que el disco me guste de forma exagerada pero así ha sido. Será la fiebre. Broken Bells es el experimento de dos afamados personajes con solera dentro del indie americano aunque de uno de ellos, Danger Mouse, yo no tengo ninguna referencia. Del otro si. James Mercer es el vocalista de uno de los grupos más interesantes que en mi opinión ha dado el underground americano en la última década como es The Shins. Broken Bells sin embargo me temo que tiene poco que ver con lo anterior o quizás sea una retorcida forma de esconder de otra manera exactamente lo mismo. No lo sé, elijan ustedes. A mí me parece un esfuerzo sobre humano por construir canciones de alma pop a través ladrillos poco convencionales o alejados de lo que parecería obvio y hacerlo todo ello por el método collage y usando (¿abusando?) todas las posibilidades que ofrece la técnica. El resulta, a mi gusto, se queda un poco en las formas y se pierde en el verdadero fondo. Muy molón cuando empiezas a escucharlo pero algo homogéneo según pasan los minutos. Es de ese tipo de discos que volverá loco a los críticos pero a mí me deja frío.

No muy alejado de lo anterior, aunque más cerca de un espíritu shoegazer de finales de los ochenta pasado por la licuadora de la electrónica, aparece el último disco de la longeva banda sueca The Radio Dept. llamado “Clinging to a Scheme”. No he seguido mucho la trayectoria del grupo pero la primera referencia que recuerdo de ellos debe ser de finales de los 90 cuando hubo una especie de mini-revival de los sonidos shoegazer y noise de algunos años antes y aparecía entre las listas de los más enterados. Cuando vi el nombre hace poco me llamó la atención y tuve curiosidad por descubrir que podía estar haciendo ahora esta gente a punto de comenzar una nueva década pero este disco es exactamente lo que me esperaba, lo que por cierto no tiene porque entenderse como algo despectivo. Loops distorsionados, voces apagadas, guitarras ecualizadas al revés, reverberación exagerada, densidad opaca, mensajes extraños, atmosferas que cambian lentamente de luz… quizás no suene atractivo ni original (por mucho que nos duela a estas alturas hacer este tipo de cosas ya no es original) pero está muy bien hecho y el disco es creíble y disfrutable para esa parte del respetable que es capaz de atreverse con estas cosas. Será la fiebre pero a mí me han entrado ganas de escucharlo unas cuantas veces. La pregunta que deja en el aire al inicio de la bonita “Heaven’s on fire” bastante resulta por cierto bastante interesante: “La gente ve el rock and roll como la cultura de la juventud pero cuando la cultura de la juventud es manipulada por el gran negocio… ¿qué deberían hacer los jóvenes? ¿Tiene usted alguna idea?

Beach House es uno de esos muchos nombres que rodean el influyente y no siempre asimilable (y desde luego en mi caso con el que rara vez estoy de acuerdo) universo Pitchfork. Como los nombres son tantos es imposible darle la importancia necesaria todos ellos así que en este caso para mí Beach House era simplemente eso, una referencia que había leído en los mentideros oficiales de la vanguardia, hasta que en algún sitio escuché “Used to be”, canción incluida en su último y reciente álbum “Teen Dream” que me hizo sentir curiosidad por escuchar el disco. Los de Baltimore (‘¡Cómo Omar y McNulty!) se mueven entre el folk avant-garde de unos fleet foxes más electrónicos y menos acústicos y esos grupos que más que canciones construyen cuadros sonoros al estilo de los premiadísimos Animal Collective. El disco tiene algunos pasajes curiosos y bonitos pero en conjunto se me hace muy pesado y sobre todo me hace sentir la sensación primero de que todo me resulta demasiado encorsetado y después de que todo eso ya lo he vivido antes.

No entiendo como el mundo...

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En un determinado momento durante una de mis pelis favoritas del año pasasdo, “500 days of summer”, el atribulado protagonista de la misma soltó una frase que me hizo pegar un respingo del asiento. Fue algo así como “no puede entender como el mundo puede vivir sin saber que existe Spearmint”. La frase es soltada en mitad de una clásica tienda de discos lo que ya de por si es bastante como para sentirse reflejado en estos tiempos que corren impregnados de de rabiosa inmediatez y descargas fraudulentas que nunca salen de la esquina del disco duro en la que han quedado clavadas, pero es que estoy totalmente de acuerdo con tal afirmación y no conozco a mucha gente que la comparta. Esos treinta segundos de película expresan en imágenes algo para lo que yo he necesitado toneladas de canciones o ríos de tinta. La cara del protagonista cuando su supuesta media naranja reconoce con ignorante y delictiva franqueza que no tiene ni puta idea de quienes son esos tal Spearmint justo antes de que Tom, nuestro chico, le recordara que era el primer grupo que aparecía en el primer recopilatorio que le había grabado a su amada, es la cara que este que escribe ha puesto tantas y tantas veces casi por la misma razón y casi con el mismo grupo. Quitando la cortinilla de snob que todos llevamos dentro, puedo prometer y prometo que mi enfermiza afición por grupos de los que la inmensa mayoría del planeta no saben ni que existen no responde a una afinidad por la inaccesible exclusividad del que se siente exclusivo (hace tiempo que superé esa enfermedad) sino por la única y exclusiva razón de que es en esos extraños nombres que intentan zafarse del anonimato donde encuentro las dosis de verdad, emoción y belleza suficientes como para que algunas vísceras de mi maltrecho cuerpo se contraigan sin razón aparente por el efecto que causa su música. Es así y al igual que el enamoradizo de Tom no puedo entender como el mundo no se ha enterado todavía de ello.

Uno de esos nombres que me cuesta compartir con el respetable porque nadie lo conoce es el de una blanda inglesa llamada Obi que a pesar de su larga trayectoria apenas tiene un par de álbumes en el mercado. Lo que le gente no sabe es que la canción que hable su álbum de debut “somewhere nicer” es la que se ha utilizado para varias campañas de publicidad muy exitosas en lo que parece que gracias a la piratería va a ser la única forma de este tipo de artistas de salir del ostracismo, la publicidad. La banda está (¿estaba?) liderada por un tal Damin Kathuda que es de esas mentes inquietas en el mundo de la música que no puede estar quieto y constantemente están iniciando proyectos paralelos. El último de ellos llamó mi atención no por venir vía Obi (que en principio no lo sabía) sino por el nombre utilizado para bautizarlo: The Mostar Diving Club. Cualquiera que me conozca sabe de mi extraña y desmedida afición por la historia y cultura de las hoy naciones-estado de la antigua Yugoslavia. No pregunten, yo tampoco lo entiendo pero es así. Por eso cuando vi la reseña de un grupo londinense llamado con un nombre que hace honor a una de las actividades más típicas de la capital de la Herzegobina que consiste en tirarse de cabeza desde el mítico Stari Most, el precioso y centenario puente de Mostar que los croatas se cargaron durante la guerra, como paso a la edad adulta de los nativos, no pude por menos que hacerme con el disco. Gran decisión porque estoy encantado. Bien sustentado en los pilares de ese pop cálido y clásico de estrofas implacables y bonitos estribillos que caracterizaba todo lo que olía a Obi, el señor Kathuda decide esta vez acercarse a los parámetros del folk independiente (sin que muchas veces lo parezca) y utilizar toda una nueva amalgama de instrumentos, arreglos y registros construyendo un precioso abrigo de pop calmo pero con espíritu que me ha hecho disfrutar mucho estos días. Un repentino y placentero descubrimiento.

Otro nombre no especialmente “querido” por estos lares (al menos esa es mi sensación) es el de Trash Can Sinatras. Los escoceses comenzaron su andadura en el primer año de la década de los 90 c0n aquel magnífico “Cake” y acaban de sacar su quinto álbum en 20 años. No es desde luego una carrera muy prolífica pero hubo un parón importante de por medio. La gente que conoce al grupo escocés lo hace fundamentalmente por los dos primeros discos de la banda cuya mezcla de pop post-ochentero, melodías atemporales tan reconocibles siempre en los grupos del universo Glasgow y cierta actitud Indie les hicieron situarse en la complicada y agresiva escena independiente británica. A partir de ahí (estamos hablando de 1993) el grupo cayó poco a poco en el ostracismo de discos menores, EPs, singles y rarezas hasta su desaparición en algún momento de esa misma década. Hace unos años me regalaron un disco de Eddi Reader (si, la de Fairground Atraction) que cantaba poemas musicados del poeta escocés Robert Burns y que fue el origen para que pudiese descubrir tres cosas. La primera es que la canción que más me gusta de ese disco no tiene nada que ver con Robert Burns sino que fue compuesta por el guitarrista de los Trash Can Sinatras lo que me hizo tener curiosidad por ese nombre que sólo me sonaba. La segunda que el cantante de ese grupo era el hermano de Eddi Reader. La tercera es que después de 7 años estaban a punto de sacar un nuevo disco, disco que me encantó y que me hizo hacerme con toda su discografía. Así funcionan las cosas en mi cabeza. Ahora aparecen con este “In the music” que sigue con precisión la senda iniciada en su anterior disco llevándolo incluso hasta niveles superiores. Supongo que algún que otro machote prejuicioso no podrá soportar lo almibarado de la propuesta de estos ya talluditos muchachos de Irvine pero a mí me encanta y me pone de muy buen humor cada vez que me dejo zambullir en tan y tan bonita melancolía.

Y aunque de forma breve, lógicamente no podía dejar de hablar del origen del asunto, los británicos Spearmint. Soy un gran seguidor de su música pero irónicamente llegué a ellos gracias a una crítica negativa que vi en una erudita revista española. Todo lo malo que decían de uno de sus discos eran precisamente cosas que a mi no me parecían precisamente malas así que me entro curiosidad por saber cual era la realidad y de esa manera encontré el hilo del que tirar para llegar a la discografía del grupo londinense aunque esta semana el que he estado escuchando atentamente ha sido su maravilloso “A different Lifetime”, una especie de disco conceptual dedicado al amor con pasajes maravillosos y en cuyo interior, entre baladas emocionadísimas y lírica desgarrada aparece es joya de tres minutos que se llama “Scottsih Pop

Let's ballad

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Hace un par de semanas fui a la sala Heinken de Madrid para ver por primera vez en mi vida a Richard Hawley en directo. Al entrar a la sala lo primero que hice sin embargo fue lo que me pasa cada vez que entro en aquel sitio y que no es otra cosa que recordar la vez en que los Happy Losers tocamos allí. Ocurrió hace muchos años cerrando una exitosa gira en torno a nuestro segundo disco “Apple Taste” que aprovechamos para invitar a algunos amigos a subirse a tocar con nosotros como Pepe Verde (Protones) que se cantó “Umbearable” (de los Wonder Stuff) o Alex Cooper que cantó “Quiero regresar” de Los Flechazos en lo que supuso uno de los momentos más emotivos que he vivido sobre un escenario porque aquello era la vuelta de Alex a los escenarios tras la separación de Los Flechazos (Cooper todavía no existía) y la gente allí presenta era consciente de ello. Inmediatamente después de ese fugaz y placentero recuerdo me dirigí a la estafeta donde estaba el merchandising del artista de Sheffield y allí fue donde lo vi. La camiseta no era muy bonita (no lo era) pero el slogan era brutal: “Let’s Ballad”.

Alguna vez he comentado la curiosidad (y tristeza) que me produce ese complejo que muchas veces tenemos en este país respeto a las canciones “lentas” como vulgarmente se denomina a todo lo que no se pueda escuchar sin bailar o poder mover las crines. En los inicios de los Happy acusábamos esa especie de norma anclada en el subconsciente colectivo de no saturar al personal de incómodas canciones lentas precisamente en el mismo momento en el que nuestros gustos particulares (o al menos entre algunos de nosotros) tendían a ralentizarse. Siempre he sentido involuntariamente esa estúpida espada de Damocles sobre la cabeza hasta el punto que volviendo a reparar sobre ello me he dado cuenta de que el disco que estoy a punto de sacar (eso dicen) no es precisamente rico en baladas al uso y aunque ha sido sin querer (creo) me fastidia. Por eso admiro mucho a los artistas que meten toda esa farfolla sin sentido en el cajón donde están los críticos musicales de jurado de Eurovisión junto a otra especies y deciden dar rienda suelta a sus ganas de “baladear”, buscando la belleza y el mensaje por encima de efectos rítmicos del agrado del respetable desagradecido. Así que eso es lo que he hecho esta semana: Let’s Ballad!

No me compré la camiseta (ahora me arrepiento y siempre me pasa lo mismo) pero si me pille el primer disco de Richard Hawley, “Late Night Final”, que era el único que me faltaba de su discografía (el único que me faltaba en formato original quería decir) con la suerte de que a pesar de no ser un tipo muy fetichista para estas cosas me lleve una copia firmada del álbum por el propio autor. Como dice mi amigo Seba Rubín, Richard Hawley es de esos artistas que tienen el talento añadido de saber llevar su música y su estilo musical a los límites de sus facultades físicas. Parece obvio pero no es fácil. La voz del señor Hawley es personal y magnífica pero me cuesta imaginármela haciendo otra cosa distinta a lo que hace. A eso me refiero. El inconfundible estilo del inglés es probablemente el estilo en el que mejor se podría mover y encima lo hace con mucho talento, naturalidad, criterio y sobre todo credibilidad. Este “Late Night Final” sigue la línea de los discos que lo siguieron, en lo que para mí es el único pero que le pongo a la intachable figura de Richard Hawley: su falta de riesgo y los límites tan establecidos, pero es uno de mis favoritos sino el que más. Me parece menos oscuro, menos espeso, igual de bonito y por alguna razón me suele gustar escucharlo de principio a fin cosa que no siempre me ocurre con sus otros discos. Tiene temas muy emocionantes (a mí al menos me emocionan) y en general me parece un disco magnífico. El concierto, por cierto, me encantó. Un maestro el señor Hawley.

Aquel mismo día, antes de que llegaran las hordas de gente que luego llenarían la sala, apareció en el escenario una chica con su guitarra cantando canciones. Cuando apareció no sabía quién era pero a los treinta segundos de empezar a tocar su primera canción ya supe que aquel pequeño concierto me iba a gustar. Me resultó muy sorprendente cuando al acabar su segunda o tercera canción se presentó comprobar que la pobre tenía una afonía galopante que le impedía literalmente hablar pero que apenas disimulaba su preciosa voz cuando cantaba. Una vez que lo dijo si me pareció palpable aquel contratiempo pero si no lo hubiese anunciado creo que nunca me habría enterado de aquella pequeña gran putada. Aun así salió del paso con verdadera maestría y naturalidad completando una actuación cálida y creíble. Alondra Bentley era su nombre. Cuando lo escuché me di cuenta enseguida de que conocía el nombre pero no su música y que aquello me pasaba por uno de esos prejuicios involuntarios que me cogen de vez en cuando. Soy muy escéptico de las modas (cada vez más) y eso me ha hecho observar con recelo esa especie de boom que hay por artistas femeninas, jóvenes, de propuesta minimalista cercana al folk y aspecto muy similar que veo por todos los sitios. Una vez más me trago mis recelos para reconocer que al menos este disco "Ashfield Avenue"(reconozco que no he escuchado muchos más con ese perfil) me ha gustado mucho. Sencillo, sensible, bonito, nada pretencioso y muy coherente. Me encanta especialmente este toque vodevilesco de pequeño cabaret que tímidamente aparece en algunos de los cortes. Un interesante descubrimiento al que seguiré la pista.

A Richard Hawley lo conocí porque alguien (no recuerdo quien) me pasó hace algunos años un CD con discos en mp3 que incluía este “Late Night Final” y a continuación “Here be Monsters”, otro de esos discos que se te quedan clavados en la retina del cerebro, firmado por otro magnífico baladista llamado Ed Harcourt. Por alguna razón estos dos artistas han seguido vidas paralelas en mi cabeza pero reconozco que el señor Harcourt está un pelín por delante entre mis preferencias gracias a sus últimos trabajos. Así, mientras llega la esperada nueva entrega del inglés (se supone que viene esté año), esta semana me he dedicado a disfrutar de su último EP hasta la fecha, ese pequeño aperitivo llamado “Russian Roulette” que se hace corto y que no es precisamente el mejor trabajo de su carrera pero que resume de forma certera casi todas las facetas estilísticas del artista.

Música moderna

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Llevo mucho tiempo planteándome, y en esta semana el debate ha sido más agudo, si con la cantidad de cosas ya hechas que hay por el mundo y que están sin descubrir merece la pena darle tanta importancia a las novedades musicales de hoy y “perder el tiempo” en trabajos efímeros que no soportan ni soportarán el paso del tiempo cuando su razón de ser esté lejos de la rabiosa actualidad. Sé que hay mucha gente que lo tiene clarísimo en los dos extremos, los que sólo escuchan cosas del pasado (en un rango además muy concreto) y los que sólo escuchan novedades (embravecidos supongo que por destacar en esa carrera por ser el que más a la última está) pero pensándolo fríamente creo que es una estupidez renunciar de antemano a nada y pretender estar convencido de que el resto no interesa. Creía que lo tenía claro pero últimamente me cuesta mucho encontrar novedades que me gusten (y no hablo ya de novedades que me encanten) pero no me cuesta tanto descubrir discos que se habían quedado escondidos en algún sitio pero que son magníficos. No tengo todo el tiempo que me gustaría para escuchar música en condiciones así que me agobia el pensar que estoy perdiendo el tiempo. Esta semana he hecho un esfuerzo considerable por encontrar discos nuevos que me digan algo y lo he tenido francamente difícil.

Lo único que salvo de hecho (y con peros) es “Contra” lo nuevo de Vampire Weekend. Cuando hace un par de años empecé a leer el nombre de un nuevo combo del barrio pijo de Nueva York que al parecer mezclaba ritmos africanos con vanguardia y sobre el que la prensa mas cool sentía rendida admiración, incluso antes de publicar ningún disco, reconozco que las ganas que me entraron de escucharlo fueron las mismas que las de pasar toda la mañana en la cola del Ministerio de Hacienda, es decir ninguna. Error. El disco era magnífico. Ingenioso, original, divertido, nada pretencioso y plagado de buenas canciones. Conseguía algo que es muy difícil de conseguir en la música moderna que es sonar distinto a todo y armarte de una buena coraza de personalidad. Probablemente todo eso sea lo que ahora me hace no disfrutar tanto de este “Contra” que ahora ya no me sorprende, que me suena a Vampire Weekend, no me distrae con nada y probablemente me deja sólo frente a las canciones de fondo y puede que ahí la magia se desvanezca. El disco está bien no obstante, lo he escuchado muchas veces y me gusta pero no me produce el mismo efecto que su predecesor y aunque las comparaciones son odiosas a veces son inevitables. Las referencias a Paul Simon, que antes me parecían inventos de la prensa, ahora me parecen evidentes (el principio de “White Sky” es demoledor en ese sentido) y los guiños a la electrónica en la base rítmica me molestan bastante especialmente cuando la banda tiene un batería tan bueno (podría estar escuchando la batería de las canciones de Vampire Weekend durante días y seguiría estando flipado). En cualquier caso la producción sigue siendo arriesgada e ingeniosa y el conjunto tanto de las canciones como del disco es coherente, está bien hecho, suena creíble y está muy por encima de la música que se está haciendo hoy en día entre los grupos que “más gustan”.

Y ahí acaban todas las novedades. El resto de lo que he estado escuchando no era de rabiosa actualidad porque lo que me venía con esa categoría me resbalaba.

Soy un gran aficionado a un montón de cosas y una de ellas son las series (buenas) de televisión. Una de las que estoy viendo ahora es la cuarta temporada de Big Love, una serie sobre una familia polígama en Utah que por alguna razón no parece despertar muchas pasiones entre el público español. A mí me parece que está muy bien. No al nivel de The Wire o West Wing o Mad Men o Los Soprano o Carnivale… pero a buen nivel. Durante las tres primeras temporadas la serie comenzaba con el “God Only Knows” de los Beach Boys (¿Cómo puede ser mala una serie que elige esa canción para la entradilla?) pero en esta temporada la canción es distinta. Al principio simplemente reparé en que era distinta pero ahora que voy por el capítulo 5 la canción me encanta así que usú esa utilidad que tienen los teléfonos molones para descubrir quien firmaba aquello (adiós a la magia de intentar descubrir durante meses por métodos rupestres quien es el autor de esa canción que te gusta). “Home” se llama la canción y The Engineers el grupo que la toca. El tema es el que abre el homónimo primer disco de la banda (que enseguida me hice con el). Me sonaba el nombre de Engineers pero no sabía lo que hacían hasta ahora. Se trata de un tipo de grupo que se puso muy de moda hace unos años y que basaban su música en baladas repetitivas que partían de lo acústico hasta cargarse de cualquier cosa en una suerte de imitación de los grupos de principios de los noventa que aparecían bajo la etiqueta de Shoegazers (me encanta esa definición) pero más calmado y menos anárquico. La canción en cuestión me parece brutal y el disco no está mal pero no creo que se sitúe a la misma altura. Me da la sensación que los esquemas que maneja la banda están demasiado restringidos con lo que el resultado puede llegar a cansar escuchando todo del tirón. He hecho la prueba de escuchar el disco en modo aleatorio o en pequeñas dosis y cada una de las canciones resiste muy bien por separado pero cuando llego al final del disco me pasa exactamente lo mismo siempre. En cualquier caso ha sido una agradable sorpresa.

Pero lo que me ha mantenido verdaderamente con vida esta semana ha sido uno que en mi opinión esta en el selecto puñado de los genios de la música. Me refiero al italo-americano de Louis Prima y su espectacular concepto del Swing y el Jazz. A mucha gente le pasará sin saberlo lo mismo que a mí hace años cuando muchas de las canciones que me gustaban no sabía que estaban interpretadas por este trompetista, cantante y entertainer (“Just a Gigolo”, “Buona Sera”, “Route 66”, “Fever”,…). Seguidor del talento de otro Louis (Armstrong) el señor Prima está considerado si no el padre al menos el máximo exponente de lo que algunos llaman el Jump Swing que no es otra cosa que la parte más festiva, bailable y divertida del Jazz de principios del siglo XX, tiempos en los que una buena orquesta y un solista con carisma lo eran todo. Cualquier disco de Louis Prima que tenga un sonido medianamente decente (son grabaciones antiguas) merece la pena y de hecho el que yo he estado escuchando esta semana es un recopilatorio baratísimo que ha publicado la FNAC con su propio sello y que recoge actuaciones en directo del artista y todos su clásicos en Las Vegas. Fantástico. Para muestra un botón:

Nostalgia

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Esta semana me he estado leyendo con sumo placer “Cosas que los nietos deberían saber”, el muy recomendable libro autobiográfico que ha escrito Mark Everett, líder de Eels y que es un interesante y genial recorrido por una vida mucho más que singular desde un punto de vista también muy singular. El libro ha cumplido las expectativas (me lo había recomendado con fervor un amigo músico) pero sobre todo me ha hecho recordar (y no me pregunten por qué ya que no tiene realmente mucho que ver) esos años en los que nacieron los Happy Losers cuando no teníamos discos ni giras ni grabaciones y cuando personalmente mis referencias musicales eran tan autodidactas como eclécticas. Para mí fue una época especial y muy feliz en la que descubrí que el mundo de posibilidades que yo intuía detrás del “Radio Top 40” era en realidad prácticamente infinito e inabordable. Descubrí poco a poco no solo lo que era el movimiento independiente (y sobre todo lo que suponía) sino también todos esos troncos plantados décadas atrás que se ramificaban hasta entrelazarse en un bosque tupido y mágico que aparecía ante mí como un inexplorado paraíso. Era como entrar en la factoría de Willy Wonka siendo un fanático del chocolate.

Durante aquellos años de virginidad musical donde mi despoblada discografía pedía a gritos ser cubierta por discos y más discos, la cantidad de nombres que pasaban por delante era inmensa e inabarcable. Por entonces la amplitud de miras era mucho más reducida que ahora, los prejuicios numerosos, las intolerancias constantes y el desconocimiento más que significativo así que muchas de las referencias que en un momento podían estar a mi alcance pasaban muchas veces de largo generalmente para siempre y lo hacía con con el cruel sello de las cosas que no me interesaban. Ni que decir tiene que el número de injusticias que cometí, y que poco a poco he intentado recomponer (de aquellas de las que he sido consciente), es elevado y una de ellas es el caso que nos ocupa. Para mí durante muchos años Eels no fue más que uno de esos grupos raros que venían desde los estados unidos a mediados de los 90 que no me interesaban. Uno, que por entonces estaba obsesionado con la melodía pura y dura y el culto sesentero, metía en el mismo saco referencias que no tenían nada que ver y sin haber escuchado una sola nota Eels el nombre se quedó en el cajón de los grupos que no me interesaban. Sin más. Aunque todavía no he hecho justicia del todo debo reconocer que estoy en vías de hacerlo y ando a mitad de camino en el conocimiento del trabajo de la banda del señor Everett. En concreto esta semana me he “recopado” (como dicen mis amigos argentinos) con el segundo trabajo del grupo, esa obra maestra llamada “Electro-Shock Blues” que no he podido dejar de escuchar por mucho que lo intentase. Una especie de esqueleto de Alt-Country o Americana despojado por completo de músculo y referencias comunes, todo ello envuelto en un halo de Lo-fi y producción experimental que esconden historias dolorosas en su peculiaridad pero emotivas y creíbles en su belleza. No muy alejado de los conceptos que Wilco manejaría poco después (ojo), el disco se mueve entre la oscuridad, la compleja sencillez de la producción, la temática mortuoria, el sonido experimental y esa extraña belleza que aparece al poner elementos ajenos tan juntos. Discazo.

Así que entre medias de tanta fascinación he repescado también de mi discografía uno de mis discos favoritos de siempre que además abrió las puertas a poder entender la música de Eels algún día. Estoy hablando de “Doolittle” de los míticos The Pixies. A mucha gente le podrá parecer extraño pero los bostonianos fueron unos de mis grupos favoritos a principios de los años 90 y que su discografía sea una de las discografías que más he escuchado. Curiosamente además esta pasión la comparto con el resto de Happy Losers y aunque la influencia del sonido de los Pixies no aparezca muy patente en nuestra música puedo prometer y prometo que en nuestros primeros conciertos siempre caía una versión de los chicos de Black Francis y que normalmente era precisamente “Debaser”, la canción que abre "Doolittle". En esos años en los que se estaban gestando movimientos en torno al Noise o el Grunge con mucho ruido y gritos los Pixies decidieron utilizar todo eso para hacer canciones eminentemente pop de dos minutos. Sé que mucha gente no está de acuerdo con ello pero para mí Los Pixies son un grupo fundamentalmente de pop que utilizaban su conocimiento de la vanguardia musical, su talento, su fuerza y esa maravillosa química que tenían juntos sobre un escenario y un estudio para construir una música novedosa, vital, inteligente, divertida y adictiva. Consiguieron que alguien como yo, por entonces muy receloso de la distorsión exagerada y las salidas de los cánones del pop, se sacase a la guitarra todas aquellas vigorosas canciones de letras incomprensibles y energía desbocada. No creo que a estas alturas descubra nada nuevo a nadie pero si es el caso creo que “Doolittle” es uno de los discos más influyentes de la década de los 90.

Pensando sobre aquella época y el nacimiento de los Happy Losers he recordado también la única vez que hubo un grupo actuando con ese nombre en un escenario y yo no estaba allí. Ocurrió en un concierto homenaje que se dio a mi querido Juan de Pablos y sus 20 años de Flor de Pasión en la sala Siroco y que encima sirvió para publicar un doble CD conmemorando la efeméride. Por razones puramente laborales yo tuve que pasar unos meses en la fría Utrecht holandesa, meses que fueron desgraciadamente los elegidos para organizar el concierto. Por mucha rabia que me de así son las cosas. Aquel día yo no estaba en Madrid y los Happy Losers fueron tres así que no tengo nada que ver con lo que se tocó y se grabó aquella noche. Nunca he sabido realmente cual fue el repertorio completo que hicieron pero lo que sí que sé es que tocaron una canción que yo ni siquiera conocía entonces llamada “Summer Fun”, que me gustó mucho y que supuso mi iniciación al mundo de los Barracudas. Esta semana he recuperado aquel disco, el original del grupo “Drop Out With The Barracudas”, donde aparece ese temazo. Los Barracudas son un mítico grupo de la nueva ola que cualquier habitante de la República de Malasaña estará cansado de escuchar y deglutir. Esa desenfada y particular mezcla de surf y sonido New-Wave hizo “famoso” el nombre del combo anglo-americano (aunque afincados en Londres, creo) por toda la escena nuevaolera mundial. Siempre resulta refrescante escuchar canciones como “I Can’t Pretend” o “Summer Fun”, incluso a cero grados como hoy.

Concentrado

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Pues sí, ya es una realidad. Todo lo que tenía que estar grabado en el disco ya está grabado. Tengo un registro escrito de todo lo que ha sido el proceso de este disco interminable pero me da pánico mirar atrás y revisarlo así que lo dejaré para disfrute de generaciones venideras (iluso). Hace tanto tiempo que empecé que ya ni me acuerdo y han pasado tantas cosas entre medias que al final ha cambiado todo desde los objetivos hasta las perspectivas, desde la forma hasta el fondo, pero lo cierto es que ahí está. Falta mezclar unas cuantas cosas, masterizar, meterlo en su cajita (aunque esto va a ser algo más complicado porque queremos que aparezca acompañado de un libro de relatos) y voilá. Siento por un lado una sensación de alivio y por otra muchas ganas de empezar a pensar en otras historias que no tengan nada que ver con el maravilloso mundo del ProTools y sus circunstancias. Una de las cosas de las que tengo ganas de hacer, de las más sencillas, es la de poder tener tiempo de escuchar música que no tenga nada que ver con la mía. Y es que durante todo este tiempo, por más que lo intentaba, era difícil separar las dos cosas en el sentido espiritual pero también en el físico, ya que si tenía tiempo de sentarme a dejarme mecer por la combinación imprevista de esas benditas siete notas musicales significaba que también tenía tiempo para poder trabajar en mi propio rinconcito lo que teniendo en cuenta la acuciante escasez de tiempo que afecta al adulto moderno, hacía que ambas actividades fuesen incompatibles y me decantase por lo segundo.

Puede que por eso me ocurra el efecto de que últimamente algunos discos destinados claramente a ocupar un lugar preferencial en mi cabeza acaban bajando algunos escalones o abandonando dicho lugar privilegiado (privilegiado nada más que para mí, claro). Grand Archives es una banda de Seattle que nació como una de esas bandas satélite que aparecen en escenas de alta actividad, como la que siempre ha tenido Seattle, en torno a un grupo de culto que nadie conoce. En este caso la disolución de unos tal Carissa’s Wierd (ni idea que lo que se esconde musicalmente tras ese nombre pero es donde estaba presente Mat Brooke) dio con la formación de varias formaciones y entre ellas Band of Horses donde también aparece Mat Brooke aunque pocos años después decidiera iniciar su propio proyecto: Grand Archives. Hace un par años apareció su álbum de debut que para mi supuso un gran descubrimiento (como ya comenté en este mismo sitio) y sin duda uno de los mejores discos del año. Ahora aparece la continuación “Keep in mind Frankestein” cuyas expectativas para este que escribe eran tremendamente altas pero que debo decir no se han confirmado. Puedo que la razón sea precisamente eso de lo que hablaba al principio y no he tenido el tiempo, la paciencia o el ánimo para poder entender el disco en toda su plenitud pero la realidad es que me ha dejado frío. Bastante frío. Mucho más acústico que su anterior (aunque en principio eso no es malo pero aquí acaba por serlo), menos dinámico y sobre todo mucho menos fresco y natural. Más parecido a Fleet Foxes que a Mojave 3 o los Jayhawks. He intentado darle varias vueltas en muchos escenarios distintos y es cierto que aguanta mucho mejor la afrenta en espacios solitarios y con grandes dosis de concentración pero incluso así no me sale decir que sea un disco notable. No me lo parece. Una pena pero me quedo con la espinita de saber si seré yo o serán las circunstancias.

Lo que no ha resultado decepcionante sino todo lo contrario ha sido otra opción sobre la que no tenía ninguna expectativa pero que me ha encantado. Hace tiempo hoy hablar de un grupo americano, creo que de Ohio, llamado “The Very Most” del que alguien alguna vez me pasó un disco o una canción (no me acuerdo) pero que no debió decirme gran cosa porque sólo retuve el nombre. Hace poco vi que habían sacado un disco llamado “A year with The Very Most” que en realidad recogía los EPs publicados el año anterior, cada uno de los cuales estaba dedicado a una estación del año. Podéis creerlo o no pero esa era una idea, la de sacar 4 Eps dedicado cada uno a una estación, la yo tenía en la cabeza desde que los Happy Losers grabamos el EP navideño y aun así es una idea que no descarto. El caso es que me llamó la atención lo suficiente como para hacerme con el disco. Gran acierto por mi parte porque me encanta. En este caso me ha ocurrido lo contrario respecto a la concentración porque me da igual cuando, donde y como lo ponga que siempre me acaba gustando. Indie-pop en carne y en espíritu de matriz británica pero con esa ausencia de complejos que hace a los grupos americanos últimamente se dediquen copar los pódiums del género. Una propuesta eminentemente pop que se construye alrededor de bonita canciones luminosas y de muy alto contenido melódico con guiños que van desde los terrenos más lánguidos, a los más alegres, de los flirteos con la electrónica al clasicismo de la factoría Brian Wilson. Curiosamente además el collage funciona como álbum y se pueden distinguir claramente los ambientes relacionados con cada estación. Una muy grata sorpresa.

Mirándolo ahora a toro pasado tampoco veo exactamente donde está la relación pero escuchando esta semana estos dos discos me vino a la cabeza Beulah y uno de mis discos favoritos de los de San Francisco que es el “When Your Heartstring breaks”, como si este se tratase de un trabajo a mitad de camino entre los dos. Escuchándolo bien, como digo, creo que no es así pero no importa porque ha servido para repescar un disco que hacía mucho que no escuchaba y que en su día supuso para mí toda una revelación. Ese “Sunday Under Glass” que ahora estoy escuchando es una de las canciones que más veces he metido en un recopilatorio. Una banda con los cimientos bien anclados en un barrizal de purismo indie pero que se atrevía a coquetear con el Orch-pop a través de canciones de genuino espíritu californiano y hacerlo además sin ningún tipo de complejos. Luego se hicieron más experimentales pero sin perder esa particular forma de diseñar canciones extrañas y sencillas a la vez. El grupo se separó hace años pero dejó cuatro discos muy recomendables, cada uno en su momento y en sus circunstancias.

Rampa de salida

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Mecido por la salvadora rutina pero limpio de fantasmas y otros pequeños demonios lo cierto es que llevo unos días con la sensación de estar en la rampa de salida. Un rampa de salida que todavía no sé bien hacia qué carrera va pero una rampa de salida que paradójicamente amenaza la rutina salvadora y me pone feliz. Eso para que luego me enfade cuando me dicen que soy un tipo complicado. Esta noche y mañana tengo mis dos últimos conciertos acústicos en una temporada de los que espero salir con dignidad pero me encantaría que cerrasen un ciclo y que la próxima vez que lukah boo vuelva a subirse a un escenario lo hiciera acompañado de más músicos y decibelios. Todo tiene su momento y creo que ahora toca ese. La parte musical del disco ha llegado a su fin y la verdad es que estoy también un poco harto de escuchar tantas veces la misma canción, buscar fallos en las mezclas, comerme la cabeza sobre los arreglos de guitarra o la presencia de los coros. Estoy ansioso por sentarme a escuchar música sin estar pensando en mi movida y es que quizás por ello últimamente he estado un poco reacio a degustar nuevas (o viejas) propuestas musicales tal y como se merecen. Tengo todavía un montón de discos por abrir desde las vacaciones y no es por falta de tiempo (que podría ser) sino por pereza. Aun así hay algunos discos que si que he escuchado bastante en los últimos días gracias al ipod que me acompaña allí donde voy.

El primero de ellos es precisamente un regalo de reyes que me ha gustado mucho porque además era un disco que tenía todas las papeletas de no acabar nunca en mi discografía. A pesar de toda la injusticia que pueda encerrar el hecho que voy a contar lo cierto es que Son Volt, para mí, era simplemente el grupo de otro de los miembros de Uncle Tupelo, banda en el que nació Jeff Tweedy (líder indiscutible de Wilco). Sé que para mucha gente, esencialmente puristas de la música americana, Son Volt es la quintaesencia del género y que están situados en un alto pedestal pero reconozco que cuando me hice con un par de discos de la era post-Wilco (ninguno el que dicen es su obra maestra “Trace”) no me resultaron especialmente arrebatadores. Están bien pero para mí eran demasiado de género o quizás venía con el prejuicio de Wilco tratando de encontrar algo parecido, no lo sé. Son Volt entonces era el grupo de Jay Farrar, líder carismático de Uncle Tupelo una banda que el propio Jay desmanteló, dicen que por desavenencias con el talento emergente de Jeff Tweedy, poco antes de que Wilco se hiciese realidad. La posterior carrera de Jay Farrar en solitario me resultó incluso menos arrebatadora que los discos de Son Volt que yo tenía lo que terminó por hacerme perder la pista de este tipo. Por eso no me enteré cuando el señor Farrar recuperó el nombre de Son Volt hace unos cinco años y que ha sacado tres discos bajo ese nombre que al parecer están bastante bien. El que me regalaron es el tercero de ellos llamado “American Central Dust” y por alguna razón no paro de escucharlo. Es tan de género como los anteriores pero las canciones tienen algo que se me ha quedado pegado y la voz de Jay Farrar no me transmite nada de la arrogancia o suficiencia que me transmitía en sus primeros trabajos. Al contrario me transmite humildad, nostalgia y credibilidad. Un gran disco de Americana para todos aquellos a los que el género no les espanta. A lo mejor era el momento pero a mí me ha llegado.

El segundo es un viejo clásico que supuso también un regalo de reyes (pero del año pasado) y que envuelta en una preciosa caja llamada “Antology” y cargada de información de todo tipo aparece una gran parte de la discografía del grupo norirlandes The Undertones. Una caja repleta de canciones a la que hay que dedicar mucho tiempo para poder sacarle todo el partido y que por ello en su día me bebí en muy pequeñas dosis. Los Undertones son un nombre clásico dentro de la nueva ola inglesa y está catalogado dentro de la música incluido dentro de ese supuesto movimiento (que Elvis Costello por ejemplo siempre negó) pero a pesar de que efectivamente abraza y reproduce todos los guiños y clichés de sus compañeros de etiqueta, creo también que tiene una personalidad propia indiscutible y que evolucionó de una forma coherente y algo más arriesgada que sus contemporáneos (pero con la misma fugacidad y éxito). Su apuesta inicial por el garage-rock americano de finales de los 60’s siempre estuvo fundada en los conceptos más melódicos del pop y en la canción como ente propio, máximo e independiente. Quizás por eso les resultó fácil posteriormente ir añadiendo extras y detalles que llevaron al grupo a terrenos cercanos al Punk-Rock, la New-Wave, el power-pop,..(aunque para muchos todo esto es lo mismo), pero también a la psicodelia, el pop-soul o incluso otros terrenos más “ochenteros” que derivaron en la siguiente banda de dos de sus miembros: That Petrol Emotion. Siempre es refrescante volver a escuchar cosas como “Jimmy, Jimmy”, "She’s a runnaround”, "Teenage Kicks”, “The Love Parade”,… para saber de dónde venimos y mantener el tipo frente a tanta propuesta cegadora que muchas viene vacía.

Y para terminar otra magnífica caja que me han regalado estas navidades y que bajo el "críptico"nombre de "Blue Note Plays Bossa Nova"recoge en 3Cds un enorme puñado de artistas tocando la interpretación de la Bossanova que hicieron los grandes artistas del Jazz y que salieron publicadas bajo el sello de la música Jazz por excelencia que es Blue Note. El disco (de momento sólo he engullido el primero de los tres) es más un recopilatorio de Jazz que de Bossanova pero eso no le quita un ápice de mérito ni de espectacularidad. Elegante, sobrio, magistralmente ejecutado (tiene cortes en directo) pero fundamentalmente precioso. Una autentica joya de la que disfrutar en cualquier momento y en cualquier ocasión. Si el resto de la caja está a la misma altura (que seguro que si) será uno de los discos más pinchados en mi discoteca virtual.