Extraños estos días pasados en los que he pasado por un montón de situaciones, olores, sensaciones y estados de ánimo diferentes. Extraños y raros en todo el amplio espectro del concepto. Empecé sumido sin querer, pero con fuerza para aguantar, en una densa y rocosa cueva virtual que me impedía ver el mundo más allá de las cuatro paredes de mi casa. Pasé después por la refrescante sensación de formar parte del Entourage de Javier de Torres (soberbio concierto el de mi estimado amigo el pasado martes 16 en la sala Galileo) en ese bendito reducto de librepensadores que suponen los locales de ensayo. Decidí definitivamente las 12 versiones de las 12 canciones que irán en el siempre mencionado y jamás visto disco de debut de lukah boo con la sensación de que me estaba dejando algo (¡ay como duele esa maldita sensación!). Me sumí sin comerlo ni beberlo (según los médicos) en un profundo estado febril que me impidió venir a mi cita conmigo mismo que supone está bitácora y que además mantuvo mi cerebro cociéndose a una temperatura cercana a los 40ºC lo que supuso una fuente inagotable de pesadillas, ideas peregrinas, miedos infantiles y sudor. En ese estado oxímoron de sentir un gélido frío mientras tu cuerpo derrocha calorías por todos los poros me subí además al imaginario estrado que ofrece esa genial ideal del Live in the Living para dar un emotivo concierto sin amplificar en algún lugar de la calle Valverde de la República de Malasaña pocos minutos antes de volver al abismo de una cama empapada en sudor y unas pocas horas antes de degustar un par de rebanadas de rutina. Unas cuantas horas después tuve la oportunidad de volverme a subir como atractiva corista en la referenciada sala galileo y por las razones ya descritas pero resulta que ahora me entero de que por alguna razón hijaputa ha fallecido mi admirado Alex Chilton con lo que me ha dado un nuevo vuelco el corazón. Demasiados alfileres como para concentrarme en el daño que pudiera infligir cada uno de ellos y demasiados alfileres como para cocinar un cocktail homogéneo que pudiera o pudiese tener un único sabor asimilable por los sentidos. Por eso cuando me pongo ahora a intentar hacer balance musical de lo que ha pasado por mis orejas durante todos estos días extraños días sólo me vienen sonidos cuasi industriales, electrónicos, hipnóticos, difíciles, modernos,… que es lo que por alguna razón he estado escuchando en las aristas de todas esas pequeñas islas de conocimiento por las que me ha tocado viajar. Y es raro porque suele ser unas islas por las que uno rara vez transita. Será la fiebre.
Por ejemplo no suelo escuchar discos como el homónimo álbum de debut de Broken Bells pero lo he estado haciendo y con cierta periodicidad cíclica. Tan cíclica y periódica como los sonidos y estructuras que esconde el propio disco. Tanto es así que ahora cuando escucho “The high Road”, la canción que abre el álbum me parece que es una canción que escuché por primera vez hace muchos años. El caso es que ni siquiera es que el disco me guste de forma exagerada pero así ha sido. Será la fiebre. Broken Bells es el experimento de dos afamados personajes con solera dentro del indie americano aunque de uno de ellos, Danger Mouse, yo no tengo ninguna referencia. Del otro si. James Mercer es el vocalista de uno de los grupos más interesantes que en mi opinión ha dado el underground americano en la última década como es The Shins. Broken Bells sin embargo me temo que tiene poco que ver con lo anterior o quizás sea una retorcida forma de esconder de otra manera exactamente lo mismo. No lo sé, elijan ustedes. A mí me parece un esfuerzo sobre humano por construir canciones de alma pop a través ladrillos poco convencionales o alejados de lo que parecería obvio y hacerlo todo ello por el método collage y usando (¿abusando?) todas las posibilidades que ofrece la técnica. El resulta, a mi gusto, se queda un poco en las formas y se pierde en el verdadero fondo. Muy molón cuando empiezas a escucharlo pero algo homogéneo según pasan los minutos. Es de ese tipo de discos que volverá loco a los críticos pero a mí me deja frío.
No muy alejado de lo anterior, aunque más cerca de un espíritu shoegazer de finales de los ochenta pasado por la licuadora de la electrónica, aparece el último disco de la longeva banda sueca The Radio Dept. llamado “Clinging to a Scheme”. No he seguido mucho la trayectoria del grupo pero la primera referencia que recuerdo de ellos debe ser de finales de los 90 cuando hubo una especie de mini-revival de los sonidos shoegazer y noise de algunos años antes y aparecía entre las listas de los más enterados. Cuando vi el nombre hace poco me llamó la atención y tuve curiosidad por descubrir que podía estar haciendo ahora esta gente a punto de comenzar una nueva década pero este disco es exactamente lo que me esperaba, lo que por cierto no tiene porque entenderse como algo despectivo. Loops distorsionados, voces apagadas, guitarras ecualizadas al revés, reverberación exagerada, densidad opaca, mensajes extraños, atmosferas que cambian lentamente de luz… quizás no suene atractivo ni original (por mucho que nos duela a estas alturas hacer este tipo de cosas ya no es original) pero está muy bien hecho y el disco es creíble y disfrutable para esa parte del respetable que es capaz de atreverse con estas cosas. Será la fiebre pero a mí me han entrado ganas de escucharlo unas cuantas veces. La pregunta que deja en el aire al inicio de la bonita “Heaven’s on fire” bastante resulta por cierto bastante interesante: “La gente ve el rock and roll como la cultura de la juventud pero cuando la cultura de la juventud es manipulada por el gran negocio… ¿qué deberían hacer los jóvenes? ¿Tiene usted alguna idea?”
Beach House es uno de esos muchos nombres que rodean el influyente y no siempre asimilable (y desde luego en mi caso con el que rara vez estoy de acuerdo) universo Pitchfork. Como los nombres son tantos es imposible darle la importancia necesaria todos ellos así que en este caso para mí Beach House era simplemente eso, una referencia que había leído en los mentideros oficiales de la vanguardia, hasta que en algún sitio escuché “Used to be”, canción incluida en su último y reciente álbum “Teen Dream” que me hizo sentir curiosidad por escuchar el disco. Los de Baltimore (‘¡Cómo Omar y McNulty!) se mueven entre el folk avant-garde de unos fleet foxes más electrónicos y menos acústicos y esos grupos que más que canciones construyen cuadros sonoros al estilo de los premiadísimos Animal Collective. El disco tiene algunos pasajes curiosos y bonitos pero en conjunto se me hace muy pesado y sobre todo me hace sentir la sensación primero de que todo me resulta demasiado encorsetado y después de que todo eso ya lo he vivido antes.
Por ejemplo no suelo escuchar discos como el homónimo álbum de debut de Broken Bells pero lo he estado haciendo y con cierta periodicidad cíclica. Tan cíclica y periódica como los sonidos y estructuras que esconde el propio disco. Tanto es así que ahora cuando escucho “The high Road”, la canción que abre el álbum me parece que es una canción que escuché por primera vez hace muchos años. El caso es que ni siquiera es que el disco me guste de forma exagerada pero así ha sido. Será la fiebre. Broken Bells es el experimento de dos afamados personajes con solera dentro del indie americano aunque de uno de ellos, Danger Mouse, yo no tengo ninguna referencia. Del otro si. James Mercer es el vocalista de uno de los grupos más interesantes que en mi opinión ha dado el underground americano en la última década como es The Shins. Broken Bells sin embargo me temo que tiene poco que ver con lo anterior o quizás sea una retorcida forma de esconder de otra manera exactamente lo mismo. No lo sé, elijan ustedes. A mí me parece un esfuerzo sobre humano por construir canciones de alma pop a través ladrillos poco convencionales o alejados de lo que parecería obvio y hacerlo todo ello por el método collage y usando (¿abusando?) todas las posibilidades que ofrece la técnica. El resulta, a mi gusto, se queda un poco en las formas y se pierde en el verdadero fondo. Muy molón cuando empiezas a escucharlo pero algo homogéneo según pasan los minutos. Es de ese tipo de discos que volverá loco a los críticos pero a mí me deja frío.
No muy alejado de lo anterior, aunque más cerca de un espíritu shoegazer de finales de los ochenta pasado por la licuadora de la electrónica, aparece el último disco de la longeva banda sueca The Radio Dept. llamado “Clinging to a Scheme”. No he seguido mucho la trayectoria del grupo pero la primera referencia que recuerdo de ellos debe ser de finales de los 90 cuando hubo una especie de mini-revival de los sonidos shoegazer y noise de algunos años antes y aparecía entre las listas de los más enterados. Cuando vi el nombre hace poco me llamó la atención y tuve curiosidad por descubrir que podía estar haciendo ahora esta gente a punto de comenzar una nueva década pero este disco es exactamente lo que me esperaba, lo que por cierto no tiene porque entenderse como algo despectivo. Loops distorsionados, voces apagadas, guitarras ecualizadas al revés, reverberación exagerada, densidad opaca, mensajes extraños, atmosferas que cambian lentamente de luz… quizás no suene atractivo ni original (por mucho que nos duela a estas alturas hacer este tipo de cosas ya no es original) pero está muy bien hecho y el disco es creíble y disfrutable para esa parte del respetable que es capaz de atreverse con estas cosas. Será la fiebre pero a mí me han entrado ganas de escucharlo unas cuantas veces. La pregunta que deja en el aire al inicio de la bonita “Heaven’s on fire” bastante resulta por cierto bastante interesante: “La gente ve el rock and roll como la cultura de la juventud pero cuando la cultura de la juventud es manipulada por el gran negocio… ¿qué deberían hacer los jóvenes? ¿Tiene usted alguna idea?”
Beach House es uno de esos muchos nombres que rodean el influyente y no siempre asimilable (y desde luego en mi caso con el que rara vez estoy de acuerdo) universo Pitchfork. Como los nombres son tantos es imposible darle la importancia necesaria todos ellos así que en este caso para mí Beach House era simplemente eso, una referencia que había leído en los mentideros oficiales de la vanguardia, hasta que en algún sitio escuché “Used to be”, canción incluida en su último y reciente álbum “Teen Dream” que me hizo sentir curiosidad por escuchar el disco. Los de Baltimore (‘¡Cómo Omar y McNulty!) se mueven entre el folk avant-garde de unos fleet foxes más electrónicos y menos acústicos y esos grupos que más que canciones construyen cuadros sonoros al estilo de los premiadísimos Animal Collective. El disco tiene algunos pasajes curiosos y bonitos pero en conjunto se me hace muy pesado y sobre todo me hace sentir la sensación primero de que todo me resulta demasiado encorsetado y después de que todo eso ya lo he vivido antes.
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