Cigarrillos que se queman

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Cuando era pequeño (más pequeño) recuerdo que escuchaba constantemente a los señores mayores decir eso de “¡ya se ha pasado otro año!” como si los días, los meses y los años que vivían fuesen pipas que se comen sin sentir en un campo de fútbol o cigarrillos que se queman sin más pretensión que quemarlos. Soportado en esa insultante juventud en la que un año era un periodo equivalente a prácticamente toda una vida, aquello me pareció siempre una especie de brindis al sol que no se creían ni ellos pero sobre todo una estúpida forma de dilapidar la bendición del tiempo para hacer cosas. Hoy en día, muchos años después, tengo una perspectiva peligrosamente diferente hasta el punto de que más de una vez he estado tentado de repetir la susodicha frase. La realidad es que tengo que reconocer que ahora un año (o un mes, o un día) no representa lo mismo que antes y que el implacable efecto de la perspectiva hace que efectivamente tenga la sensación de que todo va demasiado rápido. Me parece que hace un par de semanas desde que empezó el año cargado de sueños y propósitos y resulta que estamos en Semana Santa y todavía estoy como estaba. Eso sí, en lo otro, lo de dilapidar el tiempo, sigo siendo implacable y paso de desperdiciar mi dosis en estupideces que tienen el mismo efecto que ver quemarse un cigarro. Es algo que tengo muy claro pero lo malo es que muchas veces las férreas circunstancias te obligan a comerte tus teorías (por mucho que algún chulito diga que no es así resulta que es así) y ese sí que es un tema que me tiene jodido.

Así que entre medias de estas ideas peregrinas, conceptos vacuos, cigarrillos que se queman y días que se caen se me cuelan también un montón de discos que por la misma razón que soporta todo lo anterior parecen estar allí desde ayer cuando en realidad llevan semanas en la “Lista de Reprodución” especial en la que instalo los discos que me he propuesto escuchar de forma inmediata. Hoy he decidido acordarme de ellos.

Durante mi sabroso viaje por tierras del medio oeste del pasado verano recalé en Wisconsin y tuve tiempo de pasarme por la ciudad de Madison “famosa” por tener el capitolio más grande después del que existe en Washington y por su prestigiosa universidad que prácticamente inunda y da color a toda la ciudad. En una de sus interesantes tiendas de discos de cuyo nombre no creo acordarme tenían sonando un disco que no conocía y que me gustó así que pregunte al encargado por su autor. “Es el último disco de Locksey un grupo de aquí” me dijo el compañero. Lo que sonaba era una especie de power-pop típicamente americano de melodías catchy con bastante gracia y muy bien hecho, de ese tipo de grupos de los que hay tantos repartidos por la inmensa pradera americana, y que muy poca gente conoce, que pueden no emocionarte o llevarte al siguiente nivel pero de los que es imposible decir que son malos o que no te gustan. No había escuchado nunca hablar de ellos (aunque al parecer eran más conocidos de lo que yo pensaba) así que pedí aquel disco en la tienda. “Be in Love, se llama pero no está publicado todavía” fue la enigmática respuesta del dependiente que después me aclaró que estábamos escuchando una copia que había conseguido del propio grupo. Así que me fui de allí sin disco (tenían otros de la banda pero preferí no tentar a la suerte) pero con el nombre pegado en mi cabeza para cuando llegase la ocasión, ocasión que llegó hace unas semanas. El disco es aquello que escuché y no me ha defraudado en absoluto. Ese tipo de pop de guitarras que viene de los terrenos de la credibilidad y el buen hacer pero que para muchos (no es mi caso) se acerca a lo “vergonzosamente” comercial y que por tanto podría disfrutar casi cualquiera con todo lo “malo” que eso supone. Desde luego en el caso de un cualquiera como yo no tiene ningún problema en hacerlo y disfruto cada vez que puedo de ello.

Igual que disfruto cada vez que puedo a una de esos grandes nombres que engrandecen la historia del Rock & Roll y que colecciona elogios y discos propios en cantidades industriales como es el canadiense Neil Young, artista al que reconozco que llegué muy tarde y al que sigo sin hacer justicia por el número de discos suyos que poseo y por el tiempo que he dedicado a escuchar su música. Por eso hace unas semanas decidí deglutir como Dios manda una de sus grandes obras, el archiconocido y ultra elogiado “After de Gold Rush” que a tantos artistas ha influido y que tantos prejuicios ha derribado respecto a la música de raíces americanas. A estas alturas poco puede decir servidor de un disco como este y menos todavía de su autor más allá de la inmensa calidad que alberga y la cantidad de talento que resume. Por si a alguien le sirve de algo decir que la imagen que yo tenía del señor Young (música del pasado, cercana al country, pesado, denso, roquero de ruido y pocas nueces,…) se fue por el retrete el día que una noche, en una acampada silvestre cerca de Peguerinos y alrededor de una hoguera con varios amigos, alguien decidió poner en un reproductor de música precisamente la canción que da título a este disco. Desde aquel preciso momento el autor de la misma pasó la línea de las cosas interesantes y sirvió de pistoletazo de salida para la lenta pero constante búsqueda del talento del escurridizo Neil Young que tantas cosas tiene para ofrecer. Una maravilla de disco recomendable para todo aquel que tenga el mayor de los respetos por la música.

Y para terminar un bonito disco que me pasaron hace un tiempo de unos franceses llamados Cocoon y que practican una variante de ese folk de raíz independiente que tan de moda se ha puesto desde hace un par de años que practican con talento y con gusto. Canciones minimalistas con arreglos de cuerda e instrumentos acústicos, cantados a dos voces y construidas sobre melodías más deudoras del pop clásico que de los clásicos del Folk. No tengo ni idea de si es un disco reciente o ha sido publicado hace veinte años pero suena moderno dentro de su clasicismo y sobre todo creíble. El título del álbum, “My friends all Died in a Plane Crush” fue precisamente una de las cosas que más me llamaron la atención para escucharlo.

Será la fiebre

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Extraños estos días pasados en los que he pasado por un montón de situaciones, olores, sensaciones y estados de ánimo diferentes. Extraños y raros en todo el amplio espectro del concepto. Empecé sumido sin querer, pero con fuerza para aguantar, en una densa y rocosa cueva virtual que me impedía ver el mundo más allá de las cuatro paredes de mi casa. Pasé después por la refrescante sensación de formar parte del Entourage de Javier de Torres (soberbio concierto el de mi estimado amigo el pasado martes 16 en la sala Galileo) en ese bendito reducto de librepensadores que suponen los locales de ensayo. Decidí definitivamente las 12 versiones de las 12 canciones que irán en el siempre mencionado y jamás visto disco de debut de lukah boo con la sensación de que me estaba dejando algo (¡ay como duele esa maldita sensación!). Me sumí sin comerlo ni beberlo (según los médicos) en un profundo estado febril que me impidió venir a mi cita conmigo mismo que supone está bitácora y que además mantuvo mi cerebro cociéndose a una temperatura cercana a los 40ºC lo que supuso una fuente inagotable de pesadillas, ideas peregrinas, miedos infantiles y sudor. En ese estado oxímoron de sentir un gélido frío mientras tu cuerpo derrocha calorías por todos los poros me subí además al imaginario estrado que ofrece esa genial ideal del Live in the Living para dar un emotivo concierto sin amplificar en algún lugar de la calle Valverde de la República de Malasaña pocos minutos antes de volver al abismo de una cama empapada en sudor y unas pocas horas antes de degustar un par de rebanadas de rutina. Unas cuantas horas después tuve la oportunidad de volverme a subir como atractiva corista en la referenciada sala galileo y por las razones ya descritas pero resulta que ahora me entero de que por alguna razón hijaputa ha fallecido mi admirado Alex Chilton con lo que me ha dado un nuevo vuelco el corazón. Demasiados alfileres como para concentrarme en el daño que pudiera infligir cada uno de ellos y demasiados alfileres como para cocinar un cocktail homogéneo que pudiera o pudiese tener un único sabor asimilable por los sentidos. Por eso cuando me pongo ahora a intentar hacer balance musical de lo que ha pasado por mis orejas durante todos estos días extraños días sólo me vienen sonidos cuasi industriales, electrónicos, hipnóticos, difíciles, modernos,… que es lo que por alguna razón he estado escuchando en las aristas de todas esas pequeñas islas de conocimiento por las que me ha tocado viajar. Y es raro porque suele ser unas islas por las que uno rara vez transita. Será la fiebre.

Por ejemplo no suelo escuchar discos como el homónimo álbum de debut de Broken Bells pero lo he estado haciendo y con cierta periodicidad cíclica. Tan cíclica y periódica como los sonidos y estructuras que esconde el propio disco. Tanto es así que ahora cuando escucho “The high Road”, la canción que abre el álbum me parece que es una canción que escuché por primera vez hace muchos años. El caso es que ni siquiera es que el disco me guste de forma exagerada pero así ha sido. Será la fiebre. Broken Bells es el experimento de dos afamados personajes con solera dentro del indie americano aunque de uno de ellos, Danger Mouse, yo no tengo ninguna referencia. Del otro si. James Mercer es el vocalista de uno de los grupos más interesantes que en mi opinión ha dado el underground americano en la última década como es The Shins. Broken Bells sin embargo me temo que tiene poco que ver con lo anterior o quizás sea una retorcida forma de esconder de otra manera exactamente lo mismo. No lo sé, elijan ustedes. A mí me parece un esfuerzo sobre humano por construir canciones de alma pop a través ladrillos poco convencionales o alejados de lo que parecería obvio y hacerlo todo ello por el método collage y usando (¿abusando?) todas las posibilidades que ofrece la técnica. El resulta, a mi gusto, se queda un poco en las formas y se pierde en el verdadero fondo. Muy molón cuando empiezas a escucharlo pero algo homogéneo según pasan los minutos. Es de ese tipo de discos que volverá loco a los críticos pero a mí me deja frío.

No muy alejado de lo anterior, aunque más cerca de un espíritu shoegazer de finales de los ochenta pasado por la licuadora de la electrónica, aparece el último disco de la longeva banda sueca The Radio Dept. llamado “Clinging to a Scheme”. No he seguido mucho la trayectoria del grupo pero la primera referencia que recuerdo de ellos debe ser de finales de los 90 cuando hubo una especie de mini-revival de los sonidos shoegazer y noise de algunos años antes y aparecía entre las listas de los más enterados. Cuando vi el nombre hace poco me llamó la atención y tuve curiosidad por descubrir que podía estar haciendo ahora esta gente a punto de comenzar una nueva década pero este disco es exactamente lo que me esperaba, lo que por cierto no tiene porque entenderse como algo despectivo. Loops distorsionados, voces apagadas, guitarras ecualizadas al revés, reverberación exagerada, densidad opaca, mensajes extraños, atmosferas que cambian lentamente de luz… quizás no suene atractivo ni original (por mucho que nos duela a estas alturas hacer este tipo de cosas ya no es original) pero está muy bien hecho y el disco es creíble y disfrutable para esa parte del respetable que es capaz de atreverse con estas cosas. Será la fiebre pero a mí me han entrado ganas de escucharlo unas cuantas veces. La pregunta que deja en el aire al inicio de la bonita “Heaven’s on fire” bastante resulta por cierto bastante interesante: “La gente ve el rock and roll como la cultura de la juventud pero cuando la cultura de la juventud es manipulada por el gran negocio… ¿qué deberían hacer los jóvenes? ¿Tiene usted alguna idea?

Beach House es uno de esos muchos nombres que rodean el influyente y no siempre asimilable (y desde luego en mi caso con el que rara vez estoy de acuerdo) universo Pitchfork. Como los nombres son tantos es imposible darle la importancia necesaria todos ellos así que en este caso para mí Beach House era simplemente eso, una referencia que había leído en los mentideros oficiales de la vanguardia, hasta que en algún sitio escuché “Used to be”, canción incluida en su último y reciente álbum “Teen Dream” que me hizo sentir curiosidad por escuchar el disco. Los de Baltimore (‘¡Cómo Omar y McNulty!) se mueven entre el folk avant-garde de unos fleet foxes más electrónicos y menos acústicos y esos grupos que más que canciones construyen cuadros sonoros al estilo de los premiadísimos Animal Collective. El disco tiene algunos pasajes curiosos y bonitos pero en conjunto se me hace muy pesado y sobre todo me hace sentir la sensación primero de que todo me resulta demasiado encorsetado y después de que todo eso ya lo he vivido antes.

No entiendo como el mundo...

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En un determinado momento durante una de mis pelis favoritas del año pasasdo, “500 days of summer”, el atribulado protagonista de la misma soltó una frase que me hizo pegar un respingo del asiento. Fue algo así como “no puede entender como el mundo puede vivir sin saber que existe Spearmint”. La frase es soltada en mitad de una clásica tienda de discos lo que ya de por si es bastante como para sentirse reflejado en estos tiempos que corren impregnados de de rabiosa inmediatez y descargas fraudulentas que nunca salen de la esquina del disco duro en la que han quedado clavadas, pero es que estoy totalmente de acuerdo con tal afirmación y no conozco a mucha gente que la comparta. Esos treinta segundos de película expresan en imágenes algo para lo que yo he necesitado toneladas de canciones o ríos de tinta. La cara del protagonista cuando su supuesta media naranja reconoce con ignorante y delictiva franqueza que no tiene ni puta idea de quienes son esos tal Spearmint justo antes de que Tom, nuestro chico, le recordara que era el primer grupo que aparecía en el primer recopilatorio que le había grabado a su amada, es la cara que este que escribe ha puesto tantas y tantas veces casi por la misma razón y casi con el mismo grupo. Quitando la cortinilla de snob que todos llevamos dentro, puedo prometer y prometo que mi enfermiza afición por grupos de los que la inmensa mayoría del planeta no saben ni que existen no responde a una afinidad por la inaccesible exclusividad del que se siente exclusivo (hace tiempo que superé esa enfermedad) sino por la única y exclusiva razón de que es en esos extraños nombres que intentan zafarse del anonimato donde encuentro las dosis de verdad, emoción y belleza suficientes como para que algunas vísceras de mi maltrecho cuerpo se contraigan sin razón aparente por el efecto que causa su música. Es así y al igual que el enamoradizo de Tom no puedo entender como el mundo no se ha enterado todavía de ello.

Uno de esos nombres que me cuesta compartir con el respetable porque nadie lo conoce es el de una blanda inglesa llamada Obi que a pesar de su larga trayectoria apenas tiene un par de álbumes en el mercado. Lo que le gente no sabe es que la canción que hable su álbum de debut “somewhere nicer” es la que se ha utilizado para varias campañas de publicidad muy exitosas en lo que parece que gracias a la piratería va a ser la única forma de este tipo de artistas de salir del ostracismo, la publicidad. La banda está (¿estaba?) liderada por un tal Damin Kathuda que es de esas mentes inquietas en el mundo de la música que no puede estar quieto y constantemente están iniciando proyectos paralelos. El último de ellos llamó mi atención no por venir vía Obi (que en principio no lo sabía) sino por el nombre utilizado para bautizarlo: The Mostar Diving Club. Cualquiera que me conozca sabe de mi extraña y desmedida afición por la historia y cultura de las hoy naciones-estado de la antigua Yugoslavia. No pregunten, yo tampoco lo entiendo pero es así. Por eso cuando vi la reseña de un grupo londinense llamado con un nombre que hace honor a una de las actividades más típicas de la capital de la Herzegobina que consiste en tirarse de cabeza desde el mítico Stari Most, el precioso y centenario puente de Mostar que los croatas se cargaron durante la guerra, como paso a la edad adulta de los nativos, no pude por menos que hacerme con el disco. Gran decisión porque estoy encantado. Bien sustentado en los pilares de ese pop cálido y clásico de estrofas implacables y bonitos estribillos que caracterizaba todo lo que olía a Obi, el señor Kathuda decide esta vez acercarse a los parámetros del folk independiente (sin que muchas veces lo parezca) y utilizar toda una nueva amalgama de instrumentos, arreglos y registros construyendo un precioso abrigo de pop calmo pero con espíritu que me ha hecho disfrutar mucho estos días. Un repentino y placentero descubrimiento.

Otro nombre no especialmente “querido” por estos lares (al menos esa es mi sensación) es el de Trash Can Sinatras. Los escoceses comenzaron su andadura en el primer año de la década de los 90 c0n aquel magnífico “Cake” y acaban de sacar su quinto álbum en 20 años. No es desde luego una carrera muy prolífica pero hubo un parón importante de por medio. La gente que conoce al grupo escocés lo hace fundamentalmente por los dos primeros discos de la banda cuya mezcla de pop post-ochentero, melodías atemporales tan reconocibles siempre en los grupos del universo Glasgow y cierta actitud Indie les hicieron situarse en la complicada y agresiva escena independiente británica. A partir de ahí (estamos hablando de 1993) el grupo cayó poco a poco en el ostracismo de discos menores, EPs, singles y rarezas hasta su desaparición en algún momento de esa misma década. Hace unos años me regalaron un disco de Eddi Reader (si, la de Fairground Atraction) que cantaba poemas musicados del poeta escocés Robert Burns y que fue el origen para que pudiese descubrir tres cosas. La primera es que la canción que más me gusta de ese disco no tiene nada que ver con Robert Burns sino que fue compuesta por el guitarrista de los Trash Can Sinatras lo que me hizo tener curiosidad por ese nombre que sólo me sonaba. La segunda que el cantante de ese grupo era el hermano de Eddi Reader. La tercera es que después de 7 años estaban a punto de sacar un nuevo disco, disco que me encantó y que me hizo hacerme con toda su discografía. Así funcionan las cosas en mi cabeza. Ahora aparecen con este “In the music” que sigue con precisión la senda iniciada en su anterior disco llevándolo incluso hasta niveles superiores. Supongo que algún que otro machote prejuicioso no podrá soportar lo almibarado de la propuesta de estos ya talluditos muchachos de Irvine pero a mí me encanta y me pone de muy buen humor cada vez que me dejo zambullir en tan y tan bonita melancolía.

Y aunque de forma breve, lógicamente no podía dejar de hablar del origen del asunto, los británicos Spearmint. Soy un gran seguidor de su música pero irónicamente llegué a ellos gracias a una crítica negativa que vi en una erudita revista española. Todo lo malo que decían de uno de sus discos eran precisamente cosas que a mi no me parecían precisamente malas así que me entro curiosidad por saber cual era la realidad y de esa manera encontré el hilo del que tirar para llegar a la discografía del grupo londinense aunque esta semana el que he estado escuchando atentamente ha sido su maravilloso “A different Lifetime”, una especie de disco conceptual dedicado al amor con pasajes maravillosos y en cuyo interior, entre baladas emocionadísimas y lírica desgarrada aparece es joya de tres minutos que se llama “Scottsih Pop