Rock progresista

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Hace ya un tiempo que escribí una especie de artículo en Popmadrid (aquí) comentando la rabiosa actualidad en lo que respecta a las tendencias en el mundo de la música y en como a veces las historias se repiten. Entonces, abrumado como estaba por esa tendencia a encontrar en las tiendas cada vez más discos de grupos ultra-sofisticados y complejos, muy próximos a los parámetros que hace décadas habían sustentado los cimientos del rock sinfónico, con grandes dosis de intelectualidad y músicos virtuosos que hacían de esto de la música algo inabordable para un chicho de barrio como yo. Soñaba ingenuamente así con una especie de punk (no el estilo musical sino el espíritu) que lo mandase todo a la mierda y volviese a acercarse a esto de la música desde las premisas del talento bruto y la frescura olvidándose de la complejidad artificial. Pasados un par de años el panorama no es muy diferente yo creo que congelado por el efecto piratería, la muerte de la música pop como arte y el lamentable alejamiento que el pueblo llano práctica respecto de la creación musical. No hablo de interpretación en un macroescenario estival. Hablo de creación musical.

Aquello de los grupos de tendencia medio folk, con miles de instrumentos sonando, narrando letras retorcidas y oscuras que podrían pasar por poesía de vanguardia o los pequeños genios de virtuosismo instrumental en torno a los cuales se generaban etiquetas musicales de complejidad sonora no han pasado de moda sino que se han asentado. También han aparecido en escena un buen puñado de grupos que lideran las listas de tendencias que basan su razón de ser en el collage sonoro y la libertad de reglas, como una especie de Bebop en tiempos de la electrónica. Curioso. Estas semanas de ausencia he estado deambulando por entre estas propuestas con suerte dispar.

Una de las pocas cosas que me gustan de los macrofestivales es tener la oportunidad de ver un montón de grupos desconocidos que de otra forma hubiese sido muy complicado escuchar. Eso fue lo que me ocurrió hace años en el extinto Summercase de Madrid cuando entre concierto y concierto de entre los que tenía marcados en mi agenda me metí en uno de los escenarios pequeños para ver lo se estaba cociendo y me encontré un banda extraña con cinco personas al cargo de los instrumentos típicos pero que además cada uno de ellos llevaba uno o varios teclados. La música que sonaba era una especie de Americana unas veces, Indie-Pop (de claros tintes americanos también) otras que sin resultar especialmente novedosa tenía mucho encanto. Bonitas melodías, arreglos ingeniosos, letras misteriosas y un conjunto musical bastante melódico y cuidado. Me gustó mucho aquel concierto. La banda se llamaba Midlake y días después tenía sus dos discos editados hasta la fecha. Hace unas semanas salió publicado su tercer álbum titulado “The courage of Others” que ha sido una de las mayores decepciones que me he llevado en los últimos años. Lo he escuchado mil veces a estas alturas tratando de encontrar la gracia que debe tener pero que nunca encuentro ya que cada vez que lo hago me aburre más. Anclados en una especie de Folk pastoral pesado y setentero se suceden canciones perfectamente construidas y ejecutadas a las que no le encuentro ninguna gracia. denso, espeso, sinfónico,… No sé donde he leído que es uno de los mejores discos de lo que va de año. Esa no es desde luego mi opinión.

Afortunadamente ni puedo ni quiero decir lo mismo de la nueva entrega de The Morning Benders, “Big Echo”, un disco al que le hinqué el diente un poco a regañadientes (su anterior trabajo tampoco es que me hubiese matado) pero que me enganchó en cuanto escuche la canción con que se abre, esa especie de retro-avant-garde titulada “Excuses”. Los californianos vuelven con las mismas características que ya se veían en su álbum de debut y que básicamente navegan por las modernas técnicas de composición en base a gadgets electrónicos y las posibilidades de la edición digital mezcladas con melodías eminentemente sixties y particularmente de la costa oeste californiana. La cacareada influencia de Brian Wilson, sin ser realmente patente, si que parece entreverse entre loops y efectos sonoros. En esta nueva entrega sin embargo me parece que las canciones son más sólidas y más canciones. En muchas ocasiones dan ganas de tararear la melodía antes que fijarse en ritmo tan chulo que han conseguido o el sonido tan cool de la guitarra eléctrica lo cual es muy de agradecer para tipos como yo. Desgraciadamente la emoción inicial se va disipando poco a poco mientras se suceden los cortes pero el regusto que me queda al final es lo suficientemente bueno como para que me den ganas de volverlo a escuchar.

Y acabo con una de los discos a los que la crítica de vanguardia parece tenerle puesto el ojo últimamente. El debut de Fang Island, un grupo nuevo en las tiendas formado en las recónditas tierras de Provicence en Rhode Island (¡igual que Velvet Crush!) y que practican una mezcla musical inquietante y curiosa que incluye elementos del hard rock o los desarrollos más heavies del pop (a veces a mi me parece incluso rock progresivo) mezclado con pasajes y conceptos de melodía tan impropios de los estilos anteriores y todo ello rebozado con el generoso paraguas del indie-rock americano que todo lo abriga y todo lo quiere. El disco tiene buenos momentos, es original en muchos aspectos y lo curioso de la propuesta se mantiene en todos los cortes. Aunque a mí personalmente no me termina de matar, no creo que sea un disco que escuche muchas más veces, y que se me escapa más allá del efecto curiosidad entiendo perfectamente que sea objeto de deseo por parte de la prensa especializada.

Solitaire

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Recuerdo que una vez estaba sentando en el Vicente Calderón (suelo ir todos los domingos) y el estadio estaba completamente lleno. Hacía un día de perros, el partido era pésimo (una constante desde que la saga Gil tiene secuestrado el escudo) y ninguno de mis acompañantes habituales estaba aquel día conmigo. Recuerdo también que por aquel entonces no estaba pasando una de mis mejores épocas y dado el fascinante espectáculo que desde el césped se me brindaba me puse a pensar sobre lo divino y lo humano y eso me llevó a un estado de melancolía extremo que colocó en carne viva los poros que regulan mis sentimientos. Con cientos de periodistas, docenas de fotógrafos, policías, jugadores y sobre todo 50.000 personas alrededor… me sentí sólo. Curioso. Desde entonces me dio por pensar que tener amigos no era estar rodeado de gente con la que te ríes sino otra cosa bastante más complicada. Me di cuenta que salir a tomar copas un sábado por la noche con un montón de gente para reírte y no tener que hablar de cosas complicadas es tremendamente fácil de conseguir, lo difícil es encontrar gente que te aguante cuando estás gruñón y que entienda que te sientes sólo rodeado de 50.000 personas. Esta semana he tenido una sensación parecida de soledad. Por razones totalmente aleatorias he pasado mucho más tiempo en silencio que hablando o en mitad de una conversación y por las mismas razones (o no) he sido espectador anónimo de todo lo que me rodeaba sin que tuviese la sensación de que se me estuviese echando mucha gente de menos. Curioso. Entre medias he tenido que decidir si una prueba de masterización está bien hecha o no y la verdad es que lo único que tengo claro es que no tengo la capacidad para decidirlo pero a todo el que se lo decía me contestaba dicendo que estaba equivocado. Curioso también. Y más curioso todavía es que los discos que he estado escuchando para ilustrar y dar color a todo lo anterior han resultado ser de artistas en solitario.

Como por ejemplo Josh Rouse, uno de mis artistas favoritos desde que lo descubrí hace muchos años con su primer disco y al qué por alguna razón había empezado a coger manía últimamente. No sé si por sus erráticos últimos discos (aunque no creo que sea por eso porque yo los tengo en bastante mejor estima que la crítica “especializada”) o más bien por la sensación tan rara que me transmitió la última vez que lo vi en directo (hace un par de años en La Joy Eslava). Aquel día salí del concierto con la sensación de que las ganas que tenía el señor Rouse de estar sobre el escenario eran las mismas que tenía yo de levantarme a las seis de la mañana al día siguiente y creo que esa es la peor sensación que puede transmitir un artista. Sobre todo porque es fácilmente confundible con falta de respeto hacia el público que es algo que nunca he tolerado en la gente que me gusta. Estoy convencido de que no es más que una sensación mía y que no es así pero lo cierto es que me quedó el resquemor y no he vuelto a verlo en directo. Yo, que había sido uno de los últimos defensores a ultranza de sus discos (y no me refiero a sus obras maestras “1972” y “Nashville” que se defienden solas sino a lo que ha venido después) me quedé con esa rara sensación de no saber si estás equivocado. Por eso cuando me compré este “El Turista” y vi los títulos en castellano, pero sobre todo cuando leí las letras sin escuchar el disco (“y ella le trae regalitos”, “ciudad de valencia donde viven falleras como eres tú”, “camarero ponme un kas”,…) en fin, me asusté bastante. Pero no tenía razón. El disco es original (y para nada frívolo), me gusta mucho y casi me gustan más las canciones en ese macarrónico castellano tan particular (en especial esa bossanova llamada “Mesie Julian” que no puedo parar de escuchar). El disco es una nueva entrega del talento de Josh Rouse con la misma clase y buen gusto de siempre pero salpicado esta vez (más que nunca) con sonidos del folclore brasileño y sus países limítrofes que para nada disimulan ni distraen ese inmenso talento del americano para componer preciosas canciones Pop. Supongo que el disco amplificará el debate de si los últimos discos del artista están a la altura de los anteriores pero es un debate que no me interesa. A mí es un disco que me encanta.

También me gusta mucho el último disco de Eels, mi descubrimiento del año. La última entrega del controvertido de Mark Everett, conocido como E. en los círculos musicales, es otra gran demostración de cómo estrujar el corazón sin artificios y seguir sacando valioso jugo. Tras haberme pasado por su biografía y sus primeros trabajos (magníficos todos ellos) me daba un poco de vértigo aventurarme con el último capítulo de una saga que me apetece degustar a base de pequeños sorbos pero lo cierto es que no ha resultado nada decepcionante. Más al filo del Low-Fi de lo que incluso es habitual en la música de Eels, en este “End Times” poco a poco se van desgranando pequeñas historias cargadas de lirismo y realidad que terminan convenciendo. Mejor en las baladas minimalistas que en los blues electrónicos (es mi modesta y sincera opinión) el disco deja el irónico gusto amargo de entender que has estado disfrutando paseándote por el lado más triste y melancólico de los sentimientos. Un camino que el bueno de E. parece dominar a la perfección. Otro disco perfecto para esta peculiar semana.

Hace poco hablaba de Spearmint reflexionando sobre todos esos grupos que merecen la pena y que viven en los intersticios menos gratificantes de la industria musical (sé de lo que hablo) y entonces ya dejé claro mi afición a esta etiqueta. Shirley Lee es el líder carismático de la banda londinense y recientemente ha publicado su primer disco en solitario que no tiene aparentemente título con lo que entenderé que es homónimo. El disco lógicamente sigue todos los parámetros de Spearmint y sus canciones individualmente podrían haber aparecido en cualquier disco de la banda pero sin embargo el conjunto da una sensación diferente. Está bien, es muy digno y me gusta pero me deja un poco frío. Creo que en el fondo le faltan canciones verdaderamente importantes que hagan justicia a una sencilla pero curiosa producción y las personales letras de siempre. No sé si la aventura de Shirley Lee tendrá continuidad o no en este formato pero si ocurre así me encantaría que siguiese la línea marcada en “London Ghost Stories” (¡fantástico instrumental!) o sobre todo “The first time you saw snow” en lugar de otras opciones que también se apuntan.

Paréntesis

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Cuando hace unas semanas me fui a disfrutar de las veleidades laicistas de la semana santa (lo siento por le nuncio y la curia romana pero para mí semana santa siempre ha sido sinónimo de vacaciones con todo lo que ello implica y poco más) llevaba en mi zurrón una gran remesa de discos a los que hincar el diente con potenciales horas y horas de reflexión por delante. Por alguna razón que tendrá que ver con la teoría de los ciclos, el misterio de los biorritmos o el escurridizo bosón de Higgs lo cierto es que cuando volvía de vuelta a Madrid días después aquel buen puñado de CDs impolutos y con olor a nuevo seguían sin perder su absurda virginidad. La razón no hay que buscarla en que servidor pasase sus días de asueto contreñido por el efecto purgante de las saetas de dudoso gusto que con voz quejosa se cantaban con más pena que gracia en el bonito pueblo de la sierra abulense en el que reposaba mis huesos. Tampoco es que tuviera a bien pasar los días recreándome en el purificador silencio de la reflexión santa sin nada que lo rompiese. Nada más lejos de la realidad. Desde que mis ojos dejaban entrar los rayos de sol bien de mañana la música pop (en el amplio sentido de la palabra) frotaba todos mis poros hasta que el día declinaba de forma natural. La única y sencilla explicación para tal efecto hay que buscarla en mi preocupante estado de paréntesis, ese estado raro y confuso que me hace tener la sensación de que las cosas pasan a mí alrededor sin que me toquen, como si estuviese viviendo en una burbuja tapizada con paréntesis. Unos paréntesis que se abrieron en algún momento hace algunas semanas pero que siguen sin cerrarse y mientras el mundo va desgranando sus días y semanas como pétalos de una margarita cuasi infinita aquí el que suscribe está sentado en su cálido porche de madera bebiendo limonada y esperando al cartero sin darse cuenta primero de que el sol sigue saliendo todas las mañanas y después de que el cartero sin no ha venido todavía a estas alturas probablemente ya no vendrá.

Y nos es que no escuchase discos actuales, editados recientemente, sino que los que escuchaba eran fundamentalmente de artistas que ya conocía y que me gustaban con lo que la capacidad de sorpresa se diluía entre las siete notas musicales y mi archivo documental. En ese caso se enmarca, sin duda alguna, el último disco de Clem Snide, uno de mis grupos favoritos consolidado en esa posición a lo largo de años y años de escuchar sus discos pero que independientemente de favoritismos, sentencias preconcebidas y amor por el talento de Eef Barzelay y Pete Fitzpatrick han conseguido volver a deslumbrarme con su recién estrenado “The Meat of Life”, un disco que a día de hoy no puedo dejar de escuchar. Superada la transición de su disco anterior, el nada desdeñable pero ligeramente extraño y falto de contexto “Hungry Bird”, los americanos vuelven a la cima del particular mundo de Clem Snide. Probablemente no sea su mejor disco (para mi “Soft Spot”) pero es sin duda un gran disco. Construido con elementos básicos (en cuanto a instrumentación y producción) pero muy bien ejecutados y mezclando nostalgia, tristeza, ironía y rabia con esa particular destreza que nadie ha conseguido imitar, la banda consigue facturar un disco tremendamente compacto, creíble, reconocible, plagado de grandes momentos y lleno de buenas canciones. Reproduciendo fielmente ese sonido característico y atemporal de sus discos anteriores (personalmente encuentro homenajes a cada uno de ellos según avanzan las canciones) el resultado resulta ser “otro disco de Clem Snide” con toda la carga buena (más que mala) que ello tiene. Una gran noticia esto de descubrir que aquella banda que una vez se gestó en el corazón intelectual de Boston sigue dando coletazos con el mismo vigor que siempre (que es decir bastante).

Otra agradable no-sorpresa que ha venido a ocupar mi espacio de escucha musical durante los últimos días es el último intento del canadiense Jason Collet por encontrar la canción perfecta. El de Toronto, que antes de iniciar su carrera en solitario ya llevaba una sólida carrera como músico detrás (Broken Social Scene), lleva ya unos cuantos años dejando muestras de su buen hacer en esto de escribir e interpretar discos construidos de bonitas canciones. Personalmente lo descubrí con aquel bonito “Idols of Exile” (que para mi sigue siendo su mejor disco) y desde ahí he llegado a este “Rat a tat tat”, un disco que cimentado en el clasicismo del sonido que practica el señor Collet (americana, pop setentero,…) intenta explorar mínimamente otros escenarios que conviven en la frontera. Más acertado, para mi gusto, en su vertiente pop (la de la harrisonesca “Cold Blue Halo” por ejemplo) que en la roquera, el disco no termina de deslumbrarme ni parecerme especialmente brutal pero sí que es lo suficientemente bueno y honesto como para ser escuchado varias veces con atención buscando su momento.

Y para terminar otra de esos espacios comunes conocidos que me han servido como refugio dentro del paréntesis aunque en este caso se tratase de una de esas referencias (me pasa a veces) que por más que intento entenderlas para ponerme a la altura de esa masa importante de gente que la considera especialmente digno de mención… no termino de entender. Me estoy refiriendo a The Magnetic Fields, uno de esos grupos que levanta pasiones entre amigos y conocidos de excelente gusto y genuino criterio pero que a mí no me termina de llegar. No es que no me guste (hay discos y discos no obstante) es simplemente que no encuentro lo que les hace especiales. No obstante esta vuelta de tuerca distinta a su sonido tradicional que practican en su nueva entrega, “Realism”, me ha gustado más que su anterior experimento, el aclamado por la crítica “Distorsion”. Esta revisión en clave de Folk naive y eminentemente indie de su particular concepción del pop tiene muchos momentos cálidos. Aunque se me hace difícil cimentar mi atención en nada en concreto y siendo el regusto que me queda al final como de no saber exactamente que se me ha quedado de todo lo que he estado escuchando, lo cierto es que el disco es muy bonito y resiste perfectamente todas las vueltas que servidor le ha dado. Creo que es uno de los que más me gustan del grupo.