¿Subidón?

|
Hay semanas que son ciertamente difíciles y esta ha sido una de ellas. El lunes por la mañana estaba absolutamente cansado por dentro y por fuera y para nada tenía las fuerza suficientes como para afrontar lo que se me venía encima: jornadas maratonianas, noches en vela, traiciones envueltas en papel de celofán, supuestos amigos que actúan como sicarios egoístas, desencuentros laborales, estados de ansiedad, malas noticias, pésimas noticias, incompatibilidades horarias, tener que fallar a un compromiso adquirido, amigos que se piensan que soy gilipollas, gilipollas que se piensan que soy su amigo, catástrofe colchonera, milagro merengue, jefes insaciables en su estulticia, malentendidos injustos, sentimiento constante de soledad, silencios prolongados, llamadas esperadas que no llegan, llamadas que llegan inesperadamente, desprecio, desprecio disfrazado de aprecio,… en fin todo un catálogo de sin sabores.

En ocasiones así tiendo rodar por el barro y regocijarme en mi propia desgracia con lo que musicalmente agarro algún cantautor suicida que ralentice las lágrimas que caen, siempre por dentro, con lo que amplificar ese placentero sentimiento de desgracia pero esta vez ha sido distinto. La realidad era tan real que no tenía ni ganas de recrear ese universo gris y triste en el que de vez en cuando me gusta pasar la tarde. De hecho lo que me apetecía era huir de esa nostalgia como fuese, agarrarme a lo que viniese con tal de convencerme a mí mismo de que al menos tenía un poyete en el que quedarme de pie viendo pasar la marea, pero el poyete no llegaba así que tuve que ir a buscarlo a mi colección de discos. El placebo no tuvo efecto redentor pero al menos me ha servido para disfrutar como loco de tres grandes discos.

Hace ya algunos meses que había leído sobre un tal Jason Mraz del que personalmente no tenía ni idea de que existiese. Una amigo ultra indie me había alertado sobre este personaje y su muy bueno al perecer último disco “We sing, we dance, we steal things”. Escucho tanta música y me hablan de tantos grupos y solitas que al parecer son lo “no va más” que normalmente siento una pereza absoluta a la hora de meterme con esos discos. Mi amigo en cuestión me había pasado una copia de este trabajo hacía ya bastante tiempo pero no veía nunca el momento de hincarle el diente simplemente por esos prejuicios que me atenazan hasta que en un momento de bajón pinche el disco por el principio y apareció esa maravilla que se titula “Make it mine”, un temazo en todos y cada uno de los segundos que dura. A mí me habían vendido este nombre como una suerte de cantautor americano torturado imbuido en la americana más sentimental pero no es eso ni mucho menos. El disco es una coherente y compacta joya de música pop de tintes acústicos y ligeros colores de estilo americano pero más cercano al soul blanco al funkie setentero que otro cosa. Ritmos groovy, melodías preciosas, instrumentación efectiva y luminosa, producción cristalina y algunas canciones que quitan el hipo. ¡Me encanta! Es algo parecido a lo que intentó hacer Josh Rouse en su magnífico "1972" pero todavía más alegre y descarado. Uno de los mejores discos que he escuchado este año. Una gran e inesperada sorpresa.

Pero es que el siguiente disco, que venía en el mismo lote de mi amigo, ha sido otra magnífica y agradable sorpresa. Más incluso puesto que las expectativas eran todavía más bajas. Un grupo que se llama “The Pain of being pure at heart” y que su primer disco (homónimo) es una foto editada en blanco y negro, parece que deja muy claro lo que te vas a encontrar dentro. La cantidad de imitadores del sonido independiente de finales de los años 80 y principios de los 90 es prácticamente infinita pero el número de ellos que merece la pena francamente se reduce hasta números de una cifra. La cantidad de grupos lánguidos, planos, pseudoexperimentales y de sonido meningítico que me he tenido que tragar en los últimos años es tal que me dio un empacho radical que ha hecho el que desarrolle una especie de alergia a todo lo que suena parecido. Cuando me pasaron este disco, vi la portada y vi el nombre de la banda pensé que me había topado con “más de los mismo”. ¡Craso error! El disco de nuevo me encanta y me ha servido para meterme un subidón de energía siempre que me he visto necesitado de ellos. Vale, lo reconozco, suena a My Bloody Valentine, Jesus & Mary Chain, Pain Saints, los primeros Teenage Fanclub y hasta los Smiths pero que quiere que le diga… a mí me gusta. Me gusta mucho. Me gustan las referencias y me gusta el grupo. Creo que tiene canciones geniales, que mas que copiar a nadie lo que hace es asimilar influencias y estilos y que lo que acaban haciendo resulta sano, creíble y bonito. Cada vez que lo pongo me recuerda a una época de mi vida que recuerdo muy feliz y lo hacen sin tirar de nostalgia y apelando al talento lo cual considero un síntoma de inteligencia y clase. La banda está afincada en Brooklyn lo cual aporta un toque todavía más sorprendente cuando todas las influencias que enseñan son puramente británicas. ¡Qué cosas!

Y bueno, voy a terminar con otro subidón. A estas alturas de película ya no voy a esconder mi afición por el Jazz la música negra y las variantes latinas de todo esto. El problema con el Latin-Jazz o el Latin-Soul (para mí) es la línea tan fina que existe entre lo cool y lo… no cool. Muchas de las mejores canciones del género aparecen rodeadas de cortes más cercanos a la salsa que a otra cosa en discos con altibajos que nadan en una subjetiva frontera cargada de prejuicios. En este caso creo hablo de un disco en el que hasta los cortes latinizados tienen un fantástico toque cool (como por ejemplo “El Manicero”) que a mí al menos me conquista. Se trata de “Brujerías” de Candido Camero. otra de las referencias del catálogo de esa joya en la discografía mundial llamada Vampisoul.

Discos

|
En la gestación de la música pop como fenómeno musical tuvo un papel verdaderamente importante el soporte físico en el que la música podía ser grabada y reproducida. Hoy puede parecernos una bobada porque asumimos con naturalidad eso de que poder escuchar música con excelente calidad, en cualquier momento y en cualquier situación es algo obvio pero hay que pensar que hasta ese momento la única forma de hacer o escuchar música era in situ y en directo. Ese primer disco supuso el primer pasito para todo lo que vino después con ello, refiriéndome a toda esa cultura y culto al disco del que yo me siento también partícipe. Con los discos ya no sólo valía con tocar un instrumento con mayor o menor destreza sino que aparecieron otros elementos como las técnicas de grabación, los dispositivos de grabación, el sonido estéreo, las técnicas de edición, etc… que aportaban nuevos elementos a tener en cuenta.

En el principio de toda esta historia lo que se grababan básicamente eran canciones solitarias y concretas que intentaban reproducir lo más fielmente posible lo que los grupos o solistas tocaban en directo. De hecho se grababan en una sola pista y con un solo micrófono. Con el tiempo los artistas y productores aprendieron poco a poco a aprovechar la técnica disponible desde un punto de vista artístico que aportará algo nuevo y diferente a la interpretación de los artistas aunque todavía de forma muy subrepticia y sutil. Otro gran avance fue la aparición del Extended Play (EP) y especialmente el Long Play (LP), siempre en vinilo, que es a lo que la mayoría de personas de mi generación ser refiere como disco. En un principio estas nuevas fórmulas eran simplemente la forma de incluir varios singles en un mismo sitio pero poco a poco fue transformándose en algo con personalidad propia que tenía otro sentido. Muchos atribuyen la autoría del LP como concepto a los Beatles pero otros dices que existen más ejemplos antes que ellos. Puede ser. El caso es que a mitad de los años 60 los grupos empezaron a exprimir las posibilidades del formato LP lo que unido a las nuevas posibilidades que la tecnología aportaba daba como resultado un artefacto artístico con entidad propia y en ocasiones separado de lo que era la música en directo y la interpretación clásica. Los artistas empezaron a concebir las grabaciones de discos o álbumes como algo con entidad propia que tuviese un hilo conductor bien en la temática, en la forma, en el sonido o en el espíritu. En mayor o menor grado, de forma más o menos evidente pero a partir de ese momento el público empezó a asimilar y demandar discos en lugar de singles. Hoy en día a nadie le sorprende que se graben discos cuya reproducción en directo resulte literalmente imposible pero hubo un momento en que esto abrió un complicado debate sobre una solución que algunos puristas tachaban de blasfema.

Existe gente a la que no le gusta este tipo de concepto y que se declara amante y seguidor de las canciones por encima de todo y que sólo concibe los discos como colecciones de canciones donde las hay buenas y malas. Mi querido y admirado Alex Cooper es un claro ejemplo de esta corriente que sin ningún tapujo y con bastante criterio se encarga él mismo de pregonar. Yo lo entiendo y lo respeto pero reconozco que a mí me sigue gustando el concepto clásico de LP. Me encantan las canciones y soy capaz de discriminar como todo hijo de vecino las que a mí me parecen buenas de las malas pero un buen disco es algo diferente a una buena canción. Mis canciones favoritas no están en mis discos favoritos y viceversa.

Todo este rollo viene a colación por el disco que me ha tenido obsesionado esta semana: “The hazards of love” de Decemberist. Seguía la carrera de este grupo americano de pop independiente bastante intelectualoide, barroco y bizarro desde hace tiempo pero en esta entrega han alcanzado cotas verdaderamente difíciles de digerir. Ya con su anterior trabajo, “The Crane Wife” se adentraban en el complicado mundo de los discos conceptuales intentando desarrollar (se supone) una vieja leyenda japonesa. En esta ocasión el disco es todavía más conceptual en el sentido puro de finales de los 60 tanto por el sonido, mucho menos pop de lo normal y más cerca del Folk-progresivo o el Hard-Rock, como por la forma en que lo hacen al tratarse de una especie de larguísima Suite de 17 cortes que no tiene pausas entre ellos. El resultado es ambicioso, muy pretencioso y tremendamente difícil de tragar. De hecho la primera vez que lo escuché intenté seguir la historia cosa que me resultó completamente imposible perdido en un inglés onírico, de retórica retorcida y poesía incomprensible de la que no entendía nada. Eso unido al sonido grandilocuente, los guiños al Hard o el Big-rock me hicieron encogerme como una pasa. En una palabra me pareció insoportable. Pero no lo es. Las reiteradas escuchas me han hecho abrir rendijas en esa impenetrable coraza original hasta alcanzar parte del corazón del mismo y reconocer la belleza y complejidad que tiene y la obra magna que es. Me sigue gustando más su anterior disco pero ahora pongo este en un lugar bastante alto y soy capaz de disfrutarlo. Eso sí, es de esos trabajos que no recomiendo a cualquiera porque necesitan mucho tiempo y esfuerzo para aprender a entenderlo lo cual es algo que para mi resulta en general negativo. No obstante es una complejísima obra que merece la pena escuchar.

En el lado opuesto del mapa está otro disco que descubrí hace poco que resultó ser una gran sorpresa para el que escribe. Eugene Kelly es un personaje mítico de la escena escocesa (de Glasgow) de principios de los 90 donde convivían grupos como los Teenage Fanclub, Soup Dragons, BMX Bandits, The PastelsEugene Kelly era por entonces la cabeza pensante de los breves Captain América y su continuación Eugenius (los autores de aquel “Oomalama”) pero Eugene Kelly se hizo un nombre de referencia sobre todo tiempo antes cuando lideraba (junto con Stephen Pastel) la banda The Vaselines (que por cierto creo que se han vuelto a juntar), unos de los paradigmas del indie-pop de entonces que reivindicó hasta el mítico Kurt Kobain y Nirvana haciendo alguna versión de ellos no sólo en directo sino también en su famoso umpluged para la MTV. Hace unos años el amigo Eugene sacó su primer disco en solitario, de sarcástico título “Man Alive”, y del que yo no tenía idea hasta hace unas semanas. En las antípodas del disco anterior se trata de una colección tremendamente agradable de canciones Pop, de aparente sencillez, muy al estilo característico de todos esos grupos de Glasgow pero en este caso con ciertas dosis de Low-fi, honestida y falta de pretenciosidad. Algunos de los cortes resultan verdaderamente notables y para mi compiten entre los mejores momentos de la obra de este artista.

Y por último una recomendación de las muchas que me hacen que ha sonado bastante por mis orejas. Se trata de Richard Swift y su último trabajo “The Atlantic Ocean”. El señor Swift es el enésimo cantautor americano de costumbres hurañas y afición a cacharrear con los gadgets de grabación que encuentra obteniendo resultados muy interesantes. En este aparentemente ecléctico trabajo, que al final resulta no serlo tanto, descubrimos un gusto por la melodía y la música de finales de los 60 tamizado con técnicas modernas de grabación y unas pequeñas dosis de electrónica (muy pequeñas) que resulta muy interesante. Tira del Harry Nilsson más circense y lo mezcla con un Badly Drawn Boy menos ambicioso para dar un cocktail bastante sensato y asimilable que ha llamado mi atención y ha entrado en la categoría de discos que acabo escuchando muchas veces.

Siempre jóven

|
Recuerdo que cuando tenía menos de diez años tenía perfectamente claro en mi cabeza quienes a mí alrededor eran niños y quienes eran mayores. Es más, de entre los llamados mayores tenía también un concepto muy claro de quien era joven (un chico) y quien era mayor (un señor). Sin embargo por más que hago memoria sobre mí pasado no recuerdo en qué momento concreto deje de ser niño ni en qué momento dejé de ser joven (si es que he dejado de serlo). Estoy harto de escuchar eso de que ser joven o adulto es una cuestión de mentalidad y que se lleva por dentro y bla, bla, bla,… porque siempre que escucho algo así suele venir de un tipo claramente adulto o mayor o viejo o como le quieran llamar, así que tampoco es que sea una reflexión enunciada desde un punto de vista muy objetivo. Me asusta. Me asusta hacerme mayor porque sinceramente no veo el punto de inflexión entre ese niño de diez años y este tipo crecidito que se gana la vida por sí mismo y que tiene más de una responsabilidad, pero la realidad es que ni ya nadie me ve como un niño de diez años ni ciertamente no lo soy. Cuando era ese alegre aunque solitario humano de diez años pensaba que eso de ser mayor debía ser un verdadero coñazo lo cual era algo que contrastaba con lo que pensaba la gente de mi edad que me rodeaban y cuya única obsesión era precisamente hacerse mayor para hacer cosas de las que estoy seguro se cansaron demasiado pronto de hacer. Hoy sigo pensando exactamente lo mismo con el insoportable peso además de la certeza de que es estaba en lo cierto. Bueno, debería matizarlo un poco. Ser joven no es un coñazo pero ser adulto sí y por eso yo quiero ser siempre joven. Acabaré actuando como esos escritores anclados en la bohemia que con arrugas, poco pelo blanco y mil doscientos achaques que dicen con una mezcla de patetismo y entrañable verosimilitud que la edad es un estado de ánimo.

Creo que ya he dejado claro varias veces que no soy precisamente un gran amante de los años 80 y su música así que mucho menos lo soy de la música comercial de esa interesante pero mal envejecida época. Uno de esos infames grupos para quinceañeras que mezclaban sintetizadores, cardado y la estela de lo que algunos llamaron los New Romantic, era Alphaville, un grupo que se hizo famoso sobre todo con una canción melosa y afectada que hace muy pocos meses todavía me producía alguna arcada: “Forever Young”. Sin embargo fue hace unos meses cuando empecé a escuchar en la televisión (en un anuncio pero no recuerdo de qué) una versión de esa misma canción que me gustaba cada vez más a medida que la escuchaba. Envuelta en un vestido de Indie-Pop que me recordaba a los mejores Death Cab For Cutie el otrora hit aparecía menos pomposo, menos afectado y más creíble. Luego he descubierto que la canción de marras también aparece en esa serie de adolescentes millonarios torturados llamada O.C. así que tampoco parece que fueron muy originales los del anuncio. El caso es que me compré el disco de los autores de aquella revisión, unos australianos de Sydney llamados Youth Group de los que no tenía ni idea. Se trata de un trabajo de hace un par de años “Casino Twilight Dogs”. El disco maneja los mismos parámetros que esa canción pero no baja el listón con los cortes originales sino que bien al contrario amplia el espectro de forma notable y creíble. Sin abandonar ese sonido de guitarras atmosféricas que mezclan la distorsión con la limpieza cristalina y que caracteriza precisamente a Death Cab For Cutie, los australianos se adentran en parámetros algo más clásicos y melódicos con algunos momentos ciertamente notables. Un buen descubrimiento que sin matarme me resultan bastante interesantes y a los que habrá que seguir la pista.

Y otro descubrimiento francamente interesante es este “The Sleeper” que firman los así llamados The Leisure Society, una banda (un dúo más bien) asentado en las frías tierras londinenses y que con un oculto pero latente espíritu británico practican un revisión de ese sonido de moda entre el Folk psicodélico de los añorados sesenta y el indie actual que el año pasado auparon hasta el Olimpo de la crítica musical los americanos Fleet Floxes. El disco es lento, sosegado, delicado y muy bonito. Ofrece una colección bastante homogénea de escenarios cálidos de apariencia engañosamente minimalista pero vestidos por una orquestación de sonidos clásicos y por momentos de tinte barroco. Absorbe todos los clichés de esta nueva revolución del Folk que asola la escena independiente actual pero sin olvidar por el camino el gusto por la melodía y las armonías vocales que para mi gusto es lo que hace que el disco destaque sobre otros muy parecidos, que como setas aparecen por todos los sitios en estos días. Para mi gusto le falta un poco de valentía para intentar separase de un escenario que dominan bastante bien pero que puede resultar reiterativo en algún momento aunque el disco en conjunto merece la pena y me imagino que será de los que gusten en las redacciones de enteradillos.

Hablando de jóvenes no puedo terminar de otra forma que con un fabuloso disco de de una para muchos desconocida diva del Jazz vocal de los años 40 donde la música tenía la forma del Swing y las Big Bands, Anita O’Day. La discografía de esta mujer es tan densa como brillante, concordando probablemente con una vida azarosa y complicada muy en la línea de este tipo de estrellas. Tuvo que abandonar su carrera en los años sesenta alegando “agotamiento físico”, probablemente forzado por la peor de sus adiciones, la heroína, pero se mantuvo ligada a la música y los festivales a pesar de sus constantes flirteos con las drogas y el alcohol hasta que murió hace pocos años. Participó con muchos de los grandes clásicos del Jazz pero se atrevió con experimentos más o menos arriesgados siempre dentro de ese sentido del Swing absolutamente cool con que le bendecía todo lo que tocaba. El disco que he estado escuchando últimamente es la colaboración que hizo con el ya mencionado por aquí Cal Tjader aunando Swing y ritmos latinos en el delicioso “Time for two”.

Letras

|
En contra de lo que parece lógico pensar todavía existe un gran número de gente entre la población que nos rodea que asocia la música rock, para ellos todo aquello que no es música clásica o copla o étnica o folclórica o Jazz o…, como algo no sólo para jóvenes sino algo realmente poco serio. Una especie de refugio para adolescentes en el que contar historias sencillas, fáciles, divertidas y prescindibles. Toda esa gente no piensa en los músicos de rock como verdaderos artistas, ni piensan que las letras que se escuchan entre sonidos distorsionados tengan nada que ver con la verdadera literatura o el arte. Cuando esa gente piensa en los Beatles asocian su música con el Yeah, yeah, yeah,… o cuando escuchan hablar de música rock el poso lírico con el que se asocia es con el aooham-ba-boolooba-balan-ban-boo de la época gloriosa del Rock & Roll.

Yo crecí con ese estigma en mi cabeza supongo que puesto de alguna manera ahí por el entorno que me rodeaba y por no tener a nadie que me “adoctrinara” en esto de disfrutar de la música, situación con la que por cierto estoy encantado de la vida porque eso me ha hecho que tuviese que elegir mi propio camino sin lavados de cerebro ni complejos de ningún tipo. Supongo que influido por ese pastiche pseudo-publicitario que llamaron movida madrileña, que lamentablemente se instaló como un ácaro en la creación musical de este país y de donde no se ha movido desde entonces fagocitándolo todo, nunca presté demasiado interés por lo que las letras de las canciones me hacían sentir, básicamente porque no me hacían sentir nada. Por entonces no sabías que existía todo un mundo de posibilidades entre las gente que cantaba obviedades del tipo “te quiero, me quieres” y los charlatanes iluminados que pretenden transformar la forma de pensar del vulgo desde su soberbia hipócrita, su progresista concepto de la xenofobia, una supuesta superioridad intelectual que no tienen y la desfachatez de esconder su total falta de talento con rimas de calendario evangelista o tópicos manoseados (es decir, los llamados cantautores). El punto de inflexión y la puerta ese nuevo mundo llegó cuando leí por primera vez la letra de una canción que en su momento me fascinaba como “The Whole of the Moon” de los Waterboys. Aquello no sólo me pareció precioso sino que me hizo sentir la canción de forma completamente distinta llevándome hacía sensaciones hasta ese momento desconocidas. Desde entonces siempre he intentado saber o entender lo que me están contando en las canciones.

Y de esa manera he llegado a entender y disfrutar un tipo de música pop seria, profunda e intensa que para muchos parece aburrida, lenta o directamente insoportable. Muchos de esos grupos son americanos y están más o menos cerca del Alt-Country o los sonidos Americana. Al menos a mi me entraron por ahí. No sé si el más significativo para mí pero al menos uno de los más significativos fue y es Clem Snide. En un momento dado coincidieron una serie de circunstancias en mi vida que me hicieron engancharme como si se tratase de una droga a esta banda de la costa Este americana. La situación espiritual, una incipiente decepción con el mundo de la música, el efecto Wilco, la serie de televisión ED (que a partir de la segunda temporada comienza con “Moment in the sun” de Clem Snide) y el descubrimiento de “Ghost of Fashion”, el magnífico tercer disco de la banda estaban dentro de ese cocktail de cosas. La disolución de Clem Snide, grupo que siempre estuvo centralizado en la figura de su líder Eef Barzelay, parecía un hecho consumado a tenor de lo lejano de su último trabajo “End of love” y la prometedora carrera en solitario del amigo Eef pero hace unos meses se publicó un nuevo disco con la etiqueta Clem Snide, “Hungry Bird”. No soy muy amigo de estos discos desenganchados de bandas disueltas que se vuelven a reunir porque normalmente suelen ser medianías para nostálgicos y nunca está a la altura de sus mejores momentos pero este precisamente no es un buen ejemplo. Al menos esa es mi opinión. Es un disco que me encanta y que tiene todo lo que siempre he adorado de este grupo: los momentos más cínicos, más oscuros pero a la vez una constante belleza en todo lo que se hace, sonido clásico pero arriesgado, producción sencilla pero original y eficaz además de por supuesto unos textos precisos y preciosos que se me hacen imposible de separa de la música que acompaña. Para mi ese es el principal mérito de un letrista de música Pop. Probablemente no sea el mejor disco de la banda pero se mantiene en nivel muy alto, con mucha dignidad y es completamente creíble. Un verdadero disco de Clem Snide con todo lo que eso conlleva.

La primera (y única hasta la fecha) vez que he visto a Clem Snide en directo fue en la sala Moby Dick de Madrid en un magnífico concierto del que guardo un excelente recuerdo. Aquel día estaba de telonero un desconocido Andrew Bird, alguien que se presentaba como cantautor de indie-Folk (sic) y que aparecía en el escenario completamente solo acompañado de un violín y una prodigiosa forma de silbar que lo hace reconocible en sus discos. Recuerdo también aquel concierto con cariño y admiración en lo que supuso una nueva forma para mí de presenciar un show de un artista en solitario y que me hizo descubrir la figura de este misterioso y extravagante personaje. Aquel día me compré de la mano del propio señor Bird su último disco de entonces “Weather System” y desde entonces he seguido su carrera que ha seguido una lenta pero imparable evolución ascendente. Su por entonces algo histriónico, raro y oscuro sonido se ha ido transformando con el paso de los discos en una suerte de pop orquestado y barroco, moderno y clásico a la vez, que envuelve unos textos igualmente oscuros con altas dotes de poesía compleja y confusa pero presentando la mezcla como elegante y creíble música pop. Su último trabajo “Noble Beast” está en la cima de todo lo anterior y conforma un trabajo sólido, compacto, denso, agradable y muy interesante. El pero mayor que yo le pongo a los discos de Andrew Bird (y este es un claro ejemplo de ello) es su extrema duración y complejidad. Se me hace imposible disfrutarlo de una sentada o abarcarlo en un solo recuerdo. Se necesita mucho tiempo y ánimo de espíritu para entenderlo y disfrutarlo en la medida que ofrece. Soy incapaz de escucharlo del tirón y según avanzan las canciones se difumina mi entusiasmo inicial y aparece la sensación de que todo empieza a ser repetitivo (sin serlo). Una pena. Creo que menos es más en situaciones así pero eso no es óbice para decir sinceramente que es un gran disco.

Y para terminar y cambiando de tercio (pero sin cambiar) el último trabajo (segundo de su carrera, creo) de un grupo inglés bastante desconocido que descubrí hace unos años y que me gustó entonces aunque nunca les dediqué el tiempo que merecían quizás por la sobredosis en ese momento de grupos con una apuesta sonora similar. Se trata de The boy least likely to, un singular nombre que esconde el talento de un par de tipos influidos por los grupos de la escena indie británica más soft-pop y por los libretos de comedia. En su última entrega, “The law of the playground”, siguen fieles a su propia tradición aportando un completo disco de pop indie muy brit, festivo, colorido y aparentemente amable al estilo de Belle & Sebastian o unos Salako algo más festivos que utilizan ese pop amable para contar una serie de historias con presentación, nudo y desenlace (no en vano uno de los miembros del grupo parece ser un reputado cuentacuentos). Una buena propuesta para los amantes de este género.