Rampa de salida

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Mecido por la salvadora rutina pero limpio de fantasmas y otros pequeños demonios lo cierto es que llevo unos días con la sensación de estar en la rampa de salida. Un rampa de salida que todavía no sé bien hacia qué carrera va pero una rampa de salida que paradójicamente amenaza la rutina salvadora y me pone feliz. Eso para que luego me enfade cuando me dicen que soy un tipo complicado. Esta noche y mañana tengo mis dos últimos conciertos acústicos en una temporada de los que espero salir con dignidad pero me encantaría que cerrasen un ciclo y que la próxima vez que lukah boo vuelva a subirse a un escenario lo hiciera acompañado de más músicos y decibelios. Todo tiene su momento y creo que ahora toca ese. La parte musical del disco ha llegado a su fin y la verdad es que estoy también un poco harto de escuchar tantas veces la misma canción, buscar fallos en las mezclas, comerme la cabeza sobre los arreglos de guitarra o la presencia de los coros. Estoy ansioso por sentarme a escuchar música sin estar pensando en mi movida y es que quizás por ello últimamente he estado un poco reacio a degustar nuevas (o viejas) propuestas musicales tal y como se merecen. Tengo todavía un montón de discos por abrir desde las vacaciones y no es por falta de tiempo (que podría ser) sino por pereza. Aun así hay algunos discos que si que he escuchado bastante en los últimos días gracias al ipod que me acompaña allí donde voy.

El primero de ellos es precisamente un regalo de reyes que me ha gustado mucho porque además era un disco que tenía todas las papeletas de no acabar nunca en mi discografía. A pesar de toda la injusticia que pueda encerrar el hecho que voy a contar lo cierto es que Son Volt, para mí, era simplemente el grupo de otro de los miembros de Uncle Tupelo, banda en el que nació Jeff Tweedy (líder indiscutible de Wilco). Sé que para mucha gente, esencialmente puristas de la música americana, Son Volt es la quintaesencia del género y que están situados en un alto pedestal pero reconozco que cuando me hice con un par de discos de la era post-Wilco (ninguno el que dicen es su obra maestra “Trace”) no me resultaron especialmente arrebatadores. Están bien pero para mí eran demasiado de género o quizás venía con el prejuicio de Wilco tratando de encontrar algo parecido, no lo sé. Son Volt entonces era el grupo de Jay Farrar, líder carismático de Uncle Tupelo una banda que el propio Jay desmanteló, dicen que por desavenencias con el talento emergente de Jeff Tweedy, poco antes de que Wilco se hiciese realidad. La posterior carrera de Jay Farrar en solitario me resultó incluso menos arrebatadora que los discos de Son Volt que yo tenía lo que terminó por hacerme perder la pista de este tipo. Por eso no me enteré cuando el señor Farrar recuperó el nombre de Son Volt hace unos cinco años y que ha sacado tres discos bajo ese nombre que al parecer están bastante bien. El que me regalaron es el tercero de ellos llamado “American Central Dust” y por alguna razón no paro de escucharlo. Es tan de género como los anteriores pero las canciones tienen algo que se me ha quedado pegado y la voz de Jay Farrar no me transmite nada de la arrogancia o suficiencia que me transmitía en sus primeros trabajos. Al contrario me transmite humildad, nostalgia y credibilidad. Un gran disco de Americana para todos aquellos a los que el género no les espanta. A lo mejor era el momento pero a mí me ha llegado.

El segundo es un viejo clásico que supuso también un regalo de reyes (pero del año pasado) y que envuelta en una preciosa caja llamada “Antology” y cargada de información de todo tipo aparece una gran parte de la discografía del grupo norirlandes The Undertones. Una caja repleta de canciones a la que hay que dedicar mucho tiempo para poder sacarle todo el partido y que por ello en su día me bebí en muy pequeñas dosis. Los Undertones son un nombre clásico dentro de la nueva ola inglesa y está catalogado dentro de la música incluido dentro de ese supuesto movimiento (que Elvis Costello por ejemplo siempre negó) pero a pesar de que efectivamente abraza y reproduce todos los guiños y clichés de sus compañeros de etiqueta, creo también que tiene una personalidad propia indiscutible y que evolucionó de una forma coherente y algo más arriesgada que sus contemporáneos (pero con la misma fugacidad y éxito). Su apuesta inicial por el garage-rock americano de finales de los 60’s siempre estuvo fundada en los conceptos más melódicos del pop y en la canción como ente propio, máximo e independiente. Quizás por eso les resultó fácil posteriormente ir añadiendo extras y detalles que llevaron al grupo a terrenos cercanos al Punk-Rock, la New-Wave, el power-pop,..(aunque para muchos todo esto es lo mismo), pero también a la psicodelia, el pop-soul o incluso otros terrenos más “ochenteros” que derivaron en la siguiente banda de dos de sus miembros: That Petrol Emotion. Siempre es refrescante volver a escuchar cosas como “Jimmy, Jimmy”, "She’s a runnaround”, "Teenage Kicks”, “The Love Parade”,… para saber de dónde venimos y mantener el tipo frente a tanta propuesta cegadora que muchas viene vacía.

Y para terminar otra magnífica caja que me han regalado estas navidades y que bajo el "críptico"nombre de "Blue Note Plays Bossa Nova"recoge en 3Cds un enorme puñado de artistas tocando la interpretación de la Bossanova que hicieron los grandes artistas del Jazz y que salieron publicadas bajo el sello de la música Jazz por excelencia que es Blue Note. El disco (de momento sólo he engullido el primero de los tres) es más un recopilatorio de Jazz que de Bossanova pero eso no le quita un ápice de mérito ni de espectacularidad. Elegante, sobrio, magistralmente ejecutado (tiene cortes en directo) pero fundamentalmente precioso. Una autentica joya de la que disfrutar en cualquier momento y en cualquier ocasión. Si el resto de la caja está a la misma altura (que seguro que si) será uno de los discos más pinchados en mi discoteca virtual.

Rutina

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Dicen que los bebes y los niños muy pequeños agradecen la rutina para sentirse seguros. Dentro de un ciclo que se repite de forma homogénea y constante son capaces de desarrollarse, centrar la conducta y ser felices y de hecho pierden los papeles, la racionalidad y la noción del tiempo cuando notan alteraciones en su rutina diaria. Que a pesar de mis años seguía teniendo mucho de bebe y de niño pequeño es algo que yo ya sabía pero lo de lo que no tenía ni idea es que algo que detesto con toda mi alma, algo contra lo que he despotricado y despotrico constantemente como la rutina resultase ser una especie de tabla de salvación. Y es que es cierto que volviendo a la rutina de la rueda de producción, de los lunes a viernes, de los horarios, de las entradas y salidas establecidas, de las llamadas de teléfono que sabes de dónde vienen sin tener que mirar el número, de las frases hechas en los mismos sitios a las mismas horas,… he conseguido centrar los sentimientos que aunque no es la situación ideal (siempre he pensado que el centro y lo centrado es para aburridos y/o cobardes) al menos es menos dañina que de donde venía.

Pero el pasado fin de semana no fue para nada un claro ejemplo de rutina sino todo lo contrario. Cogí la guitarra acústica y con ella me fui a Granada para tocar en el planta baja minutos antes de que Ana Lógica presentase su flamante primer disco. Lo hice en ese mismo formato de cantautor que reniega de los cantautores en el que hasta la fecha ha tenido que aparecer, porque no ha quedado otro remedio, eso que llamo Lukah Boo. Sigo sin estar cómodo estando tan desnudo en el escenario especialmente cuando en mi cabeza (y ahora en un disco) las mismas canciones están infinitamente más arropadas pero aquella noche en Granada volví a disfrutar de tocar en directo y volví a sentirme músico. Bien es verdad que la mejor crítica que recibí cuando bajé del escenario fue la de que había estado muy “gracioso” pero en fin, por algún sitio se empieza. Debo decir para ser justo que fue un magnífico día de exaltación de la amistad, el alcohol y las risas. Un larguísimo día que acabó en el día siguiente sin sueño de por medio.

Mucha culpa de ello la tuvo mis anfitriones en tierras granadinas, los estupendos y simpatiquísimos Ana Lógica. Cuando escuché el master del disco que acaban de publicar, “Apueste por su vida”, reconozco que ni sabía quiénes eran (aunque llevan varios años tocando y peleando por hacer este disco), ni de dónde venían (aunque una parte significativa proviene de los extintos Cecilia Ann que en su día formaron parte de la escena indie igual que los Happy losers) ni que me podía esperar respecto a su música pero reconozco también que me quedé enganchado y sorprendido a la primera escucha. No es muy normal escuchar propuestas de este tipo en el saturado mercado musical patrio y es una pena porque es el tipo de apuesta que yo demando y que me hacen feliz. Pop clásico como punta de lanza y cimientos, universo Brian Wilson como referencia fundamental (sin copiar, ojo), búsqueda constante de la belleza, buen gusto por la melodía y criterio e inteligencia para las letras. Un maravilloso cocktail que tiene además la guinda de una sección de vientos permanente como parte del grupo que aporta un tipo de riqueza de recursos difícil de conseguir de otra forma. Los granadinos han construido un disco amable y directo en apariencia pero oscuro y complicado en el fondo. Canciones de raíz simple que esconden con inteligencia mensajes crípticos nada intrascendentes (o si) y que se visten de una rica cadena de arreglos exclusivos, complejos y bien pensados. Pop alegre para el que no tenga tiempo de zambullirse y nadar pero orfebrería repujada y fondo para el que no tenga miedo de mojarse y disfrutar. Una difícil combinación y una difícil propuesta de la que salen airosos y con mucho más que dignidad. Gran disco y gran concierto el de estos chicos que tendré oportunidad de repetir (volviendo a abrir con mi guitarrita) el próximo sábado 30 en Siroco.

Tan sólo un par de días antes sin embargo había recibido una invitación a la fiesta no oficial de presentación del último disco de Javier de Torres, irónicamente titulado “Las grandes ambiciones”. La fiesta era en realidad una amable y agradable reunión de los músicos y amigos que habían participado en el disco a la que estaba invitado por la doble vertiente de amigo y colaborador con algunas voces y coros. No es la primera vez que los Happy losers aparecemos en un disco de Javier de Torres pero como ocurrió en las anteriores en el momento de recibir la copia del disco (aquella misma noche) no sabía muy bien lo que podía esperar dentro. Las constantes vitales gracias a Dios siempre se repiten: gusto por las canciones y en especial por la melodía, absoluta falta de complejos para vestir las canciones con el traje que tengan que ir, ironía y sarcasmo a raudales además de unas letras bien pensadas de acusada personalidad pero claro, esas herramientas dan mucho juego. La progresión artística de los últimos discos es evidente, al menos para mí, hacía terrenos cada vez más pop pero a su vez cada vez más líricos y sofisticados pero en este disco se llega un punto verdaderamente alto y difícil de repetir. Las canciones sobre desquiciados perdedores y humanos de personalidad alterada aparecen envueltas ahora arregladas con una orquestación digna de los mejores grupos de finales de la década de los 60 tanto en calidad de composición como en interpretación. Una orquestación grabada en parte por una orquesta sinfónica en las frías tierras de Bulgaria pero imaginada en la cabeza del autor y en las mismas cabezas que han estado siempre alrededor de Javier de Torres que matiza así otra de su grandes habilidades como es la de saberse rodear de gente con mucho talento. Con algunas canciones verdaderamente notables (Los Detalles, La métrica de la desgracia, No me pidas buen humor,..), un sonido abrumador (por calidad, no por volumen), riqueza de detalles e historias de esas que paralizan las ganas de respirar aparece este magnífico disco. Si tengo que poner un pero, por aquello de que todo lo anterior sea todavía más creíble, es que toda esta complejidad hace que sea necesaria mayor dosis de concentración para entender lo que se está escuchando de lo habitual lo cual, desgraciadamente, no es algo muy frecuente en la propuesta estándar de la música popular que masivamente fagocita en la actualidad los cerebros de los humanos vertebrados lo que puede provocar el que el oyente piense que está escuchando un disco homogéneo y pesado. No hagan caso de sus prejuicios y traten de dejarse llevar.

Y para terminar lo que ocupará mi noche de este viernes 22 cuando esté en El Sol disfrutando de los maravillosos pildorazos de Power-Pop de los Riffbackers, disfraz tras el que se esconden dos músicos a los que tengo gran admiración y que además son amigos. Se trata de Fausto (Winnerys) y Nacho (Pulsar, Cooper) y esa maravilla de disco que han sacado con el nombre de Riffbackers titulada “The Curtain Shop and Alteration”. Cuando hace más de un año me dijeron que estaban grabando un disco, básicamente en casa de Fausto, no me podía imaginar que sería esto que estoy escuchando ahora mismo. Lo cierto es que tampoco puede decir que me sorprenda porque conozco de largo el gusto y el talento de los culpables pero es que está francamente bien. Recogen todos los elementos (¡todos!) que aparecen en la música Pop desde que los Beatles la inventaron y hasta que el mainstream comercial la arrinconó allá por los años 80 a la estela de aquello que genéricamente (y casi siempre despectivamente) se denomina Power-Pop pero en realidad todas esas herramientas simplemente sirven como riqueza de recursos casi anecdótica para vestir unas canciones precisas, bonitas y saturadas de clase y melodía. Por su puesto es un disco imprescindible para los amantes del género pero yo animaría a cualquier alérgico al pop de guitarras a dar una oportunidad a un trabajo tan bien hecho.

El Síndrome del Cenizo

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El día antes de tomarme las uvas despidiendo el 2009 lukah boo dio su último concierto hasta la fecha. Debe ser la edad pero últimamente cuando juego al fútbol los domingos y meto un gol me da por pensar si ese gol será o no el último gol que meta en mi vida y me temo que ese mismo pensamiento me está viniendo últimamente también a la cabeza las veces en las que me subo a un escenario. No tengo ninguna intención de morirme en breve y personalmente no lo interpreto como los primeros coletazos del Síndrome del Cenizo, ese del que adolecen muchos abuelos (incluso abuelos de 20 años), sino más bien creo que se trata de una consecuencia de asumir poco a poco el cruel balance entre la verdadera dificultad y satisfacción que te dan las cosas. Lo quiera asumir o no cada vez me cuesta más jugar al fútbol al igual que por razones diferentes cada vez me cuesta más subirme a un escenario y no siempre la satisfacción que recibo a cambio (lo único que recibo a cambio) compensa.

No tengo un buen recuerdo de ese último concierto. La gente cercana que quiero (y me quieren) me regalaron amablemente los oídos diciéndome que estuvo muy bien pero yo sé que no es verdad (y sé también que algunos de ellos también lo piensan). Estuve mal. Es cierto que estaba incómodo en el escenario por el sonido de los monitores (que como desgraciadamente ocurre muchas veces no tenía nada que ver con el de la prueba) pero eso no es una excusa verdadera porque ya he pasado muchas otras veces por esa situación sin que supusiese un problema insalvable. Estaba nervioso (aunque menos que otras veces) pero también plano, torpe, titubeante, inseguro, aburrido, aturdido, enfadado, apagado,….y triste. Estaba muy triste y esa no es una buena sensación para intentar desnudarte en un escenario. Era un día de mierda con el cielo gris y la lluvia plomiza que no dejó de caer en ningún momento. Un día del final de un año complicado en el que me levanté sólo en mi casa con mucho tiempo para pensar, me fui sólo a la prueba de sonido y me sentí sólo prácticamente todo el día hasta que me bajé del escenario. En ningún momento me sentí músico tampoco (más bien todo lo contrario), salvo durante los minutos que el bendito de Julio Ruiz amablemente me dedicó en un discogrande que era monográfico para Nick Garrie. Esa extraña sensación de saberse perdido, como estar con una copa en la mano en una fiesta en la que no conoces a nadie y nadie quiere conocerte y que es algo que duele en esa parte del cuerpo donde las heridas no se ven pero se sienten. Se me pasaron muchas cosas por la cabeza aquel día y agarrándome a una de ellas volví a tomar conciencia sobre lo mucho que detesto tantas y tantas leyes prefabricadas y tantos y tantos personajes que revolotean alrededor del mundo de la música y que tan poco tienen que ver con ella.

El año ha comenzado con esa extraña sensación de querer quedarme en mi habitación cerrando la puerta por dentro pero con la paradoja provocada de tener un precioso disco prácticamente acabado (un par de voces por repetir y una guitarra que si Dios quiere estarán finiquitadas la semana que viene) y que en algún momento tendrá que nacer o morir. Hoy el disco es una criatura que respira escondida en el fondo de mi ordenador y a la que me da mucho miedo acercarme para echarle un vistazo. No si es como ese hijo feo y tonto que a ti te parece el ser más inteligente y guapo del mundo, una pequeña joya que cualquier podría apreciar o una puta mierda pedante y pretenciosa que morirá antes de nacer. En ese sentido me resulta sorprendente como ha mostrado verdadero interés (soy capaz de distinguir de verdad si es verdadero) gente que jamás hubiese pensado que estuviese interesada y como algunos que a mí me parecía que podrían estar interesados no han mostrado el más mínimo atisbo de tan siquiera algo de curiosidad. Se me hace raro y me da pereza soportar yo sólo el peso de tener que defender algo que ha supuesto tanto trabajo, sacrificios y emociones. Algo que es tan importante para mí pero que sé que puede resultar tan prescindible y despreciable para otra mucha gente. Me siento perdido y sólo pero probablemente tenga que ser así o puede que única y exclusivamente sea sensación mía que no es verdad. Conozco unas cuantas voces que me dirían exactamente eso y puede que en el fondo sea verdad aunque en cualquier caso ¿qué importa?. A veces me gustaría rescatar de mis entrañas todo mi egocentrismo, petulancia, egoísmo y soberbia para colgarlo todo bien expuesto en mi epidermis pública y así ganarme por el método tradicional un respeto que no he conseguido ganarme a través de métodos algo más sensatos (según el concepto de sensatez de las películas de Walt Disney, claro) pero estoy convencido de que tampoco lo haría de forma creíble porque sinceramente no creo que ese sea el camino. Me han educado muy mal en este sentido. Desgraciadamente hay gente que ha nacido para tocar y otros para escuchar y desgraciadamente también hay gente que ha nacido para tocar pero escuchan y viceversa.

Ese último concierto del año compartía cartel (en realidad acabé siendo el telonero) de Nick Garrie, un afable, elegante y encantador señor inglés (aunque de madre rusa y padre escocés) de atribulada e injusta historia en esto de la música con el que compartí una gran parte de aquel fatídico día y al que fue un verdadero placer conocer (y que por cierto dio un magistral concierto). Mi llegada a la música de Nick Garrie fue por la parte de atrás y como la mayoría de las personas que en los últimos años han relanzado su nombre a través de su primer disco, esa joya perdida entre los miles de discos magníficos que se hicieron a finales de la gloriosa década de los 60 y que se llamó: “The Nightmare of JB Stanislas”. El disco es una preciosa obra de orfebrería pop (muy del momento) en el que un puñado de magníficas canciones aparecen envueltas en una producción preciosista de orfebrería pop que se mueve entre el psicodelia y el orch-Pop. Lo anecdótico del caso es que el propio Nick reniega de ese disco al que tanto le debe (para bien y para mal) y especialmente lo hace de su producción a la que considera exagerada, completamente antagónica con lo que él hubiera querido y a la que culpa de provocar en él un sentimiento como de que las canciones no le pertenecían. Evidentemente no puedo estar de acuerdo con una parte de este razonamiento porque a mí me ocurre todo lo contrario con la producción y los arreglos ya que me encantan y tengo la sensación de que además si recogen el espíritu de las canciones para hacerlas crecer y no al contrario lo que por supuesto no deja de ser una opinión personal. El propio Nick Garrie me contó esta historia en persona pero también se encargó de hacerlo en las entrevistas de RNE3 y de hecho ha escrito un libro explicándolo (que saldrá este año junto a una reedición del álbum que tiene preparada el sello Elefant). Es el disco que me acompañó aquel día 30 y con el que recibí el año nuevo. Un estupendo y precioso disco que desgraciadamente me recordará un momento que quizás debería olvidar.

¡Feliz año a todos!