Letras

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En contra de lo que parece lógico pensar todavía existe un gran número de gente entre la población que nos rodea que asocia la música rock, para ellos todo aquello que no es música clásica o copla o étnica o folclórica o Jazz o…, como algo no sólo para jóvenes sino algo realmente poco serio. Una especie de refugio para adolescentes en el que contar historias sencillas, fáciles, divertidas y prescindibles. Toda esa gente no piensa en los músicos de rock como verdaderos artistas, ni piensan que las letras que se escuchan entre sonidos distorsionados tengan nada que ver con la verdadera literatura o el arte. Cuando esa gente piensa en los Beatles asocian su música con el Yeah, yeah, yeah,… o cuando escuchan hablar de música rock el poso lírico con el que se asocia es con el aooham-ba-boolooba-balan-ban-boo de la época gloriosa del Rock & Roll.

Yo crecí con ese estigma en mi cabeza supongo que puesto de alguna manera ahí por el entorno que me rodeaba y por no tener a nadie que me “adoctrinara” en esto de disfrutar de la música, situación con la que por cierto estoy encantado de la vida porque eso me ha hecho que tuviese que elegir mi propio camino sin lavados de cerebro ni complejos de ningún tipo. Supongo que influido por ese pastiche pseudo-publicitario que llamaron movida madrileña, que lamentablemente se instaló como un ácaro en la creación musical de este país y de donde no se ha movido desde entonces fagocitándolo todo, nunca presté demasiado interés por lo que las letras de las canciones me hacían sentir, básicamente porque no me hacían sentir nada. Por entonces no sabías que existía todo un mundo de posibilidades entre las gente que cantaba obviedades del tipo “te quiero, me quieres” y los charlatanes iluminados que pretenden transformar la forma de pensar del vulgo desde su soberbia hipócrita, su progresista concepto de la xenofobia, una supuesta superioridad intelectual que no tienen y la desfachatez de esconder su total falta de talento con rimas de calendario evangelista o tópicos manoseados (es decir, los llamados cantautores). El punto de inflexión y la puerta ese nuevo mundo llegó cuando leí por primera vez la letra de una canción que en su momento me fascinaba como “The Whole of the Moon” de los Waterboys. Aquello no sólo me pareció precioso sino que me hizo sentir la canción de forma completamente distinta llevándome hacía sensaciones hasta ese momento desconocidas. Desde entonces siempre he intentado saber o entender lo que me están contando en las canciones.

Y de esa manera he llegado a entender y disfrutar un tipo de música pop seria, profunda e intensa que para muchos parece aburrida, lenta o directamente insoportable. Muchos de esos grupos son americanos y están más o menos cerca del Alt-Country o los sonidos Americana. Al menos a mi me entraron por ahí. No sé si el más significativo para mí pero al menos uno de los más significativos fue y es Clem Snide. En un momento dado coincidieron una serie de circunstancias en mi vida que me hicieron engancharme como si se tratase de una droga a esta banda de la costa Este americana. La situación espiritual, una incipiente decepción con el mundo de la música, el efecto Wilco, la serie de televisión ED (que a partir de la segunda temporada comienza con “Moment in the sun” de Clem Snide) y el descubrimiento de “Ghost of Fashion”, el magnífico tercer disco de la banda estaban dentro de ese cocktail de cosas. La disolución de Clem Snide, grupo que siempre estuvo centralizado en la figura de su líder Eef Barzelay, parecía un hecho consumado a tenor de lo lejano de su último trabajo “End of love” y la prometedora carrera en solitario del amigo Eef pero hace unos meses se publicó un nuevo disco con la etiqueta Clem Snide, “Hungry Bird”. No soy muy amigo de estos discos desenganchados de bandas disueltas que se vuelven a reunir porque normalmente suelen ser medianías para nostálgicos y nunca está a la altura de sus mejores momentos pero este precisamente no es un buen ejemplo. Al menos esa es mi opinión. Es un disco que me encanta y que tiene todo lo que siempre he adorado de este grupo: los momentos más cínicos, más oscuros pero a la vez una constante belleza en todo lo que se hace, sonido clásico pero arriesgado, producción sencilla pero original y eficaz además de por supuesto unos textos precisos y preciosos que se me hacen imposible de separa de la música que acompaña. Para mi ese es el principal mérito de un letrista de música Pop. Probablemente no sea el mejor disco de la banda pero se mantiene en nivel muy alto, con mucha dignidad y es completamente creíble. Un verdadero disco de Clem Snide con todo lo que eso conlleva.

La primera (y única hasta la fecha) vez que he visto a Clem Snide en directo fue en la sala Moby Dick de Madrid en un magnífico concierto del que guardo un excelente recuerdo. Aquel día estaba de telonero un desconocido Andrew Bird, alguien que se presentaba como cantautor de indie-Folk (sic) y que aparecía en el escenario completamente solo acompañado de un violín y una prodigiosa forma de silbar que lo hace reconocible en sus discos. Recuerdo también aquel concierto con cariño y admiración en lo que supuso una nueva forma para mí de presenciar un show de un artista en solitario y que me hizo descubrir la figura de este misterioso y extravagante personaje. Aquel día me compré de la mano del propio señor Bird su último disco de entonces “Weather System” y desde entonces he seguido su carrera que ha seguido una lenta pero imparable evolución ascendente. Su por entonces algo histriónico, raro y oscuro sonido se ha ido transformando con el paso de los discos en una suerte de pop orquestado y barroco, moderno y clásico a la vez, que envuelve unos textos igualmente oscuros con altas dotes de poesía compleja y confusa pero presentando la mezcla como elegante y creíble música pop. Su último trabajo “Noble Beast” está en la cima de todo lo anterior y conforma un trabajo sólido, compacto, denso, agradable y muy interesante. El pero mayor que yo le pongo a los discos de Andrew Bird (y este es un claro ejemplo de ello) es su extrema duración y complejidad. Se me hace imposible disfrutarlo de una sentada o abarcarlo en un solo recuerdo. Se necesita mucho tiempo y ánimo de espíritu para entenderlo y disfrutarlo en la medida que ofrece. Soy incapaz de escucharlo del tirón y según avanzan las canciones se difumina mi entusiasmo inicial y aparece la sensación de que todo empieza a ser repetitivo (sin serlo). Una pena. Creo que menos es más en situaciones así pero eso no es óbice para decir sinceramente que es un gran disco.

Y para terminar y cambiando de tercio (pero sin cambiar) el último trabajo (segundo de su carrera, creo) de un grupo inglés bastante desconocido que descubrí hace unos años y que me gustó entonces aunque nunca les dediqué el tiempo que merecían quizás por la sobredosis en ese momento de grupos con una apuesta sonora similar. Se trata de The boy least likely to, un singular nombre que esconde el talento de un par de tipos influidos por los grupos de la escena indie británica más soft-pop y por los libretos de comedia. En su última entrega, “The law of the playground”, siguen fieles a su propia tradición aportando un completo disco de pop indie muy brit, festivo, colorido y aparentemente amable al estilo de Belle & Sebastian o unos Salako algo más festivos que utilizan ese pop amable para contar una serie de historias con presentación, nudo y desenlace (no en vano uno de los miembros del grupo parece ser un reputado cuentacuentos). Una buena propuesta para los amantes de este género.

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