America/England

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Hace bastantes años, en mi caso escuchar hablar de música Country o música tradicional americana era sinónimo de una especie de erupción cutánea sobre mi cuerpo. Probablemente sea esa maldita manía de etiquetarlo todo pero esa etiqueta era una de tantas que no me atraía en absoluto. Para mí era una especie de secta para señores con sombrero que cantaban con un acento detestable un sucedáneo de rock & roll casposo y trasnochado de tintes xenófobos. Una música por y para “paletos” de las llanuras norteamericanas. Sirva toda esta perorata para demostrar lo estúpidos que podemos llegar a ser muchas veces los seres humanos, para confirmar lo injusto que es juzgar las cosas sin conocimiento de causa y lo poco inteligente que es darle la espalda a las cosas que desconoces sin plantearte que pudiera ser factible encontrar algo interesante al otro lado. No sabría explicar con datos concretos ni fechas exactas el momento de mi redención pero es evidente que ahora reniego de todo lo que he dicho antes. Otra de las cosas malas de las etiquetas es que por suerte o por desgracia cubren bajo su manto un montón de cosas que aún teniendo las aparentes directrices que definen un determinado estilo musical pueden ser buenas, malas o incluso muy malas. Sigo detestando con la misma fuerza que antes muchos de esos sonidos Country casposos y rancios pero por el camino he aprendido a apreciar, disfrutar y emocionarme con muchas canciones que se archivan bajo esa etiqueta.

¿Por qué cuento todo ahora? Pues viene como consecuencia de una de las facetas que más me gusta de la música americana es su parte sentimental, sensible, sentimentaloide o como se le quiera llamar. Hay baladas de los Jayhawks o Whiskeytown o del propio Gram Parsons que me llegan hasta lo más profundo y eso es algo que no puedo decir de todas las etiquetas que manejo.
En una de las tiendas de Chicago que visite este verano, uno de los dependientes de los que me hice amigo al instante me recomendó encarecidamente el último trabajo de los Felice Brothers, una banda afincada en el valle del Hudson dentro del estado de New York (un sitio precioso que tengo la suerte de conocer, por cierto) y del que conocía su disco anterior que me había gustado bastante. Por supuesto acabé comprándome aquel “Yonder is the clock” que con tanta pasión me estaban vendiendo y pocas horas después lo puse en mi coche alquilado que me llevaba entre campos de maíz a descubrir la América más profunda que me ofrecía el estado de Illinois pero entonces no tenía el feeling adecuado para disfrutarlo. El disco parecía estar bien pero mi cabeza estaba en otro sitio y mi espíritu era tan feliz entonces que no aceptaba entonces mezclarse con nada que no potenciase ese estado. Apenas volví a escuchar el CD hasta esta semana en la que se ha acabado el verano, ha llegado el frío, he vuelto a tomar conciencia de la realidad de mi vida y han pasado una serie de circunstancias que me han puesto triste. Esta semana si que estaba de humor para recibir el trabajo de los hermanos Felice. De hecho lo estaba tanto que no he podido parar de escucharlo hasta el punto de decir sin posibilidad de engañar a nadie que me ha gustado mucho. Y no es precisamente un disco triste pero tiene ese toque de cinismo sentimentaloide que envuelve la mejor música americana que a mí me hace ponerme especialmente sensible. ¿O quizás estoy especialmente sensible y necesito este tipo de música para sentir que todo tiene sentido? No lo sé. El caso es que el disco es un larguísimo trabajo de rock americano de gran altura que incluye todos los clichés del género (guitarras acústicas, voces nasales, espíritu folk, violines, sonido crudo,…) pero armado todo ello con mucho gusto, clase, talento y credibilidad. Pasan de baladas campestres a sucedáneos de blues pasando por canciones que podrían amenizar una acampada de amigos en el campo alrededor de un fuego. Da igual lo que sea porque todo ello está tocado y cantado con pasión y talento. Parece un disco que no empieza ni termina sino que está ahí desde siempre y para siempre. Un gran acierto desde mi punto de vista.

Pero a veces, durante mucho tiempo, los sonidos y la música americana fueron proscritos y estuvieron fuera de los circuitos cool dentro de un propio continente americano donde los grandes nombres renegaba de su tradición hasta dejarlo como reducto para especímenes de la América profunda. En esos momentos la mejor música americana se podía encontrar en sitios de nombre impronunciable dentro de estados ilocalizables pero también en Escocia o en Inglaterra. Aquí es donde aparece Nick Lowe, un personaje mítico dentro de la historia de la música pop de las últimas décadas, reputado productor de Elvis Costello, gurú de la New Wave y miembro pensante de esa maravillosa rara avis llamada Rockpile. La influencia de la música americana en la carrera de Nick Lowe es tan evidente que no merece la pena reparar en ello pero si bien todo el mundo ama y respeta su época post punk, New Wave y Power Pop a mi me gustaría resaltar también su faceta contemporánea. Nick Lowe lleva ya un buen puñado de años sacando discos inspirados en otro tipo de música americana que a mí en concreto me encanta. Me enamoré de ese “At my age” que nos regaló el año pasado y a renglón seguido me interesé por los discos que le precedieron. En concreto llevo un par de semanas enganchado a este “The Convincer” que está a un nivel parecido sino superior. Música de tradición americana, elegante, sofisticada y de poso clásico, envuelta en la mágica voz del señor Lowe y el carismático talento que impregna todo lo que toca. Una buena elección para observar tardes de otoño frescas y grises desde la ventana tomando pausadamente una bebida espiritosa.

Y me quedo en las islas británicas para hablar del último invitado a mi ipod de la semana. Hace muchos años que vengo escuchando hablar de Muse (¿quién no?) pero siempre he estado desubicado con respecto a ellos y nunca había escuchado nada. Lo reconozco. Para mí era uno de tantos grupos que salieron a la estela del fenómeno Radiohead y por alguna razón no me llamaban la atención durante mucho tiempo. El primer dato que hizo despertar mi curiosidad fue conocer que a Óscar, amigo mío y batería de los Happy Losers, le gustaban hasta el punto de asistir a uno de sus conciertos pero resultó definitivo el que este verano, jugando al Guitar Hero, tuviese que tocar una canción de ellos que aparecía en pantalla y que me pareció una atractiva ensalada de guitarras eléctricas y voces de rock épico. Así que me hice con su último disco, “The resistance” y reconozco que me ha sorprendido para bien. Voces de big music, toques indie, rock duro, homenajes a queen, música orquestal, guiños a la electrónica, pianos de vodevil, títulos misteriosos e incomprensibles... demasiadas cosas buenas como para obviarlo. No es que me parezca la octava maravilla del universo pero reconozco que me ha sorprendido mucho y que lo he escuchado con gusto muchas veces esta semana. No si será el peor disco de su carrera o el mejor pero creo que empezaré a seguir la pista a esta gente.

2 comentarios:

Samuel Tristán dijo...

Ay, Nick Lowe... métase de lleno (si no lo ha hecho ya) en la discografía de Brinsley Schwarz y abandónese al mejor Lowe. Canela en rama.
Y en cuanto al country, que bien sabe usted que me pierde, no deje de escuchar "Phases & Stages", de Willie Nelson, sin duda uno de los mejores discos que hay en mi estantería (y ya son muchos).
A Muse, eso sí, no los aguanto.

lukah boo dijo...

¡A lo orden! Apuntado queda.
Como bien sabe usted su opinión es tenida en cuenta con sumo respeto...
Lo de Muse no me pega, lo sé, pero ha debido pillarme en horas bajas...
Un abrazo,

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